martes, 12 de febrero de 2019

Costa Rica: viaje a la semilla


El hostel impecable de San José. Las torres imponentes del frente conocidas como torres gay. La campera en la vereda que el viento le arrancó a alguien. La sofisticación del control en los bancos. El policía que miraba con desconfianza nuestro mate. Los billetes de colores con animales. La ciudad chica y el centro grande. Los shopings retirados de la ciudad. Las cadenas de comida que no hay en Argentina todavía: Pizza Hut y KFC. La peatonal y el bullicio típico de ciudad latinoamericana. La estatua del viento. Lo parecido que es el camino a Manuel Antonio a la subida al cerro San Javier. La incredulidad de ver bosques y bosques de palmeras atrás de la ventanilla. Los pájaros inmensos y desconocidos que vuelan arriba de la montaña. El boliche Arcoiris. Los barcitos y los hostels sobre la ruta angosta. Nuestro hostel en el medio de la Selva a 150 metros de la playa. Las telas mosquiteras. Los ventiladores. Los mosquitos que te levantan igual con Off y todo. Las montañitas en el medio del mar. Los bares frente a la playa. Los tragos de colores. Las artesanías. La amabilidad de los ticos y las ticas. El parapente suspendido arriba del mar y que después supimos que se subía de a dos y te elevaban atado a una lancha. Las hamacas paraguayas. El café y el chocolate riquísimos. La primera vez frente al océano pacífico que de pacífico sólo el nombre. El calor. La humedad. La arena pelando. No poder estar afuera del agua. No poder estar al sol que te prendés fuego. El ardor de la cara por la sal. El mate a pesar de todo. Los jugos de todas las frutas habidas y por haber. Los lagartos enormes, inmóviles y grises, camuflados con las raíces de los árboles, que sólo dejan de tomar sol con los ojos cerrados para ir a comer florcitas. Observar con el corazón en almíbar. Los monos bajando de los árboles. El mono tumbero que le faltaba un brazo y te mostraba los dientes si no lo dejabas chorearte la mochila. Estar acostada en la arena y ver la formación simétrica de los pájaros en V. Pensar que imitamos esa disposición para romper el aire y avanzar más rápido y creamos flechas y formaciones de aviones para la guerra. Pensar lo destructivo que somos como especie. El sol cayendo en picada al mar. Nosotras practicando yoga en la arena desnivelada y escurridiza. La noche en la playa tomando cervezas, viendo en la oscuridad las figuras que traza con su aro fluor una changa malabarista. El faro palpitando en la cima de la montañita. El parque nacional Manuel Antonio. El silencio hondo de la selva. Los aullidos lejanos hundiéndose. El crujir de las hojas ante el movimiento más minúsculo. Los troncos de los árboles que quintuplican nuestro tamaño. Su altura descomunal. Las cortezas ásperas. Tocarlos y sentirme minúscula. Mirar para arriba y marearme de grandilocuencia. Verde y azul. Verde y azul. Verde y azul. El olor a tierra mojada y a plantas desconocidas. La diversidad de verdes, más de los que conocía y que me daban los ojos. La increíble cantidad de formas y texturas de las hojas. La hoja calada simétricamente y más grande que mi cara. La hoja del banano enorme como un techo. Los monos carablanca apareciendo entre los árboles haciendo sus gracias para distraerte y sacarte comida de la mochila. La playa paradisíaca al final del recorrido. El agua cristalina y serena, todo lo contrario a la playa pública que está al lado. No poder entender cómo puede ser tan distinto todo estando sólo al lado. Los mini acantilados al final. Los mapaches que se acercaron sigilosos cuando nos estábamos durmiendo para intentar llevarse las mochilas. Su trabajo en equipo: el que nos distrae mientras los otros intentan llevarse todo. Los ojos tiernos con que me miraba el que se llevaba la toalla de mi amiga. La hipnosis de no saber si sacarle una foto o quitarle la toalla. Mi otra amiga tironeando la toalla con el mapache. La rapidez con la que se perdieron en la selva. El sendero “la trampa”. Ver la playa desde arriba. Los pelicanos flotando abajo. Los árboles que lloran. Nuestra mirada atenta arriba para encontrar perezosos. Las gradas de tierra y madera. Las raíces de los árboles que las van levantando. El esfuerzo para respirar. La frescura de la sombra selva adentro. La mariposa azul tornasolada, resplandeciente, efímera, parpadeante, perdiéndose en el verde. El eco sordo de los monos aulladores. Salir de nuevo a la playa y darte cuenta que hay playa de los dos lados, adelante y atrás, que un fragmento angosto de arena y de selva las separa. La alucinación de las playas espejo. La indignación frente a la desidia humana de ver a un mono arriba de una rama comiendo Doritos cuando no se puede entrar al parque con nada que altere el habitat. La mona con el monito bebé abrazado en el lomo tomando agua de una bacha. La aparición de tres monos que parecían custodiarlos. El clan. El mono que le hacía caricias al monito y parecía decirle algo. El monito estornudando. El otro mono hablándole a la mona. La mona mirándolo indiferente. Sus gestos tan humanos. El perezoso a lo lejos, apenas un bultito, camuflado en la cima de un árbol. La feria a la salida del parque. El perezoso de peluche para mi sobrina que se prende con imanes en las extremidades. El bajón de no haber visto un perezoso de cerca. El bar con forma de avión estrellado en medio de la montaña a lo Lost. El bar que tenía el piso de mosaicos de colores que formaban animales. Los tragos con ron de caña. El caminito al costado de la ruta con luces dentro de botellas de colores. Mi amiga saltando tragándose los gritos para no espantar al perezoso que iba atravesando la ruta por los cables en medio de la noche. Nosotras embobadas sacando fotos y filmando. La lentitud de sus movimientos. El corazón estrujado de ternura. Las ganas de abrazarlo. La gente que iba por el cerro y volanteaba pero no para putearnos sino para bajarse y maravillarse con nosotras. Todes ahí contemplando sonrientes la majestuosidad de esa vida que colgaba del cable dormida. El retorno al atlántico. Puerto viejo, pueblito de ensueño hippie. Los artesanos bordeando la playa. Todas las bicis y los barcos, literal. Los barcos encallados adornando el mar. Toda la gente andando en bici. Las aves exóticas. La playa de arena negra. El contraste con el agua verde cristalina. Los carteles de “Ni una menos” en las palmeras. Maritza (18). Sonia (67). La emoción y la tristeza profundas de encontrar eso ahí. El hostel y sus hamacas paraguayas. La selva de fondo. La lluvia torrencial. El sol saliendo con toda la furia. El parque nacional Cahuita, enorme pero más rústico y menos intervenido para el turismo. El camino de arena y para un lado el mar y para el otro la selva. Turquesa y verde. Las palmeras y los árboles volteados por el mar. Las raíces podridas por el agua. Las palmeras y los árboles de pie en la arena. La selva abriéndose paso igual. Estar asistiendo al choque de dos fuerzas poderosas: el mar y la selva. Sentir esa energía y sentirme ínfima pero privilegiada. Los mapaches más indiferentes que en el otro parque. El mapache que le mordió la mano a mi amiga que no resistió la tentación de tocarlo. El mapache que caminaba al lado mío como acompañando. La familia de turistas mirando hacia el pie de la palmera. El perezoso agazapado con sus garritas. El cuello largo, su gesto sonriente, su antifaz café mirándonos lentamente a todes. Todes con las cámaras. Mis ganas de llorar pensando en que le pasa algo porque es raro que estén abajo. La sensación de que lo estábamos asustando con nuestra estupidez de registrar todo. La activación en slow motion para subir a la palmera y pasarse a su árbol. El alivio colectivo. El mono desfigurado que nos perseguía y no sabíamos si estaba lastimado o enfermo, si pedía ayuda o quería agredirnos. El miedo y la pena. La impotencia de no saber qué hacer. La pasarela en el medio de la selva. De nuevo el silencio hondo y verde. El crepitar de lo minúsculo. El mareo de mirar arriba. Entender Jumanji y la fuerza de la naturaleza. Entender toda la literatura latinoamericana que leí en mi vida ya no con la mente o la memoria sino con el cuerpo. Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Sentir las jerarquías anularse. No sentirme ni más ni menos. O sentirme menos pero nunca más. Entrar en otra orbita de conexión con algo mayor que nos excede. Sentirme una unidad con todo eso. Sentir que eso fue posible porque antes pude escucharme. Sentir que para escuchar al Todo antes hay que irse para adentro y sacarse. Sentir modestia y agradecimiento de poder formar parte de tanta belleza. Sentir la mímesis con lo natural. Sentir la alegría enorme de estar receptiva y a su vez la tristeza enorme de que la humanidad no pueda reconectar con eso ancestral que nos mantiene vives, que no pueda respetar a todos los seres, que no pueda vivir sin órdenes de mérito. Recordar la tristeza de los animales en los zoológicos. Ver la felicidad con que despliegan su existencia en los parques nacionales. La cocinada colectiva con la gente del hostel. Los 12 km en bicicleta hasta la última playa. Los arrecifes de punta Uva y su mar violento. El perezoso de dos garras durmiendo en un arbolito enano al costado de la ruta y a plena luz del día. Todo el mundo parando para ver y sacar fotos. Las trufas. Reírnos hasta quedarnos dormidas. El retorno a San José. El mar de gente. El atardecer tornasolado rosa y celeste. La noche cayendo rotunda a las 6. El shopping de 4 pisos. La saturación visual y la muerte neuronal de tanto ver y ver para no comprar nada. Los bancos dentro del shopping abiertos hasta cualquier hora para que podás comprar y comprar hasta el hartazgo. No tener fuerzas ni ganas de que me hagan la guita ya para ir a ver el volcán que está más cerca. El paseo Colón, que es la avenida principal, cortado y lleno de juegos para los jóvenes previo al inicio de las clases. El asco de no poder traerme el ron de caña que le ponen a todo porque tenía que despacharlo en la escala. Subir al avión. Volar el día de mi cumpleaños y que al champagne se lo lleven a otro. Pero qué me importa si yo me hice este tremendo regalo.

Kill Bill             


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