martes, 12 de febrero de 2019

Costa Rica: viaje a la semilla


El hostel impecable de San José. Las torres imponentes del frente conocidas como torres gay. La campera en la vereda que el viento le arrancó a alguien. La sofisticación del control en los bancos. El policía que miraba con desconfianza nuestro mate. Los billetes de colores con animales. La ciudad chica y el centro grande. Los shopings retirados de la ciudad. Las cadenas de comida que no hay en Argentina todavía: Pizza Hut y KFC. La peatonal y el bullicio típico de ciudad latinoamericana. La estatua del viento. Lo parecido que es el camino a Manuel Antonio a la subida al cerro San Javier. La incredulidad de ver bosques y bosques de palmeras atrás de la ventanilla. Los pájaros inmensos y desconocidos que vuelan arriba de la montaña. El boliche Arcoiris. Los barcitos y los hostels sobre la ruta angosta. Nuestro hostel en el medio de la Selva a 150 metros de la playa. Las telas mosquiteras. Los ventiladores. Los mosquitos que te levantan igual con Off y todo. Las montañitas en el medio del mar. Los bares frente a la playa. Los tragos de colores. Las artesanías. La amabilidad de los ticos y las ticas. El parapente suspendido arriba del mar y que después supimos que se subía de a dos y te elevaban atado a una lancha. Las hamacas paraguayas. El café y el chocolate riquísimos. La primera vez frente al océano pacífico que de pacífico sólo el nombre. El calor. La humedad. La arena pelando. No poder estar afuera del agua. No poder estar al sol que te prendés fuego. El ardor de la cara por la sal. El mate a pesar de todo. Los jugos de todas las frutas habidas y por haber. Los lagartos enormes, inmóviles y grises, camuflados con las raíces de los árboles, que sólo dejan de tomar sol con los ojos cerrados para ir a comer florcitas. Observar con el corazón en almíbar. Los monos bajando de los árboles. El mono tumbero que le faltaba un brazo y te mostraba los dientes si no lo dejabas chorearte la mochila. Estar acostada en la arena y ver la formación simétrica de los pájaros en V. Pensar que imitamos esa disposición para romper el aire y avanzar más rápido y creamos flechas y formaciones de aviones para la guerra. Pensar lo destructivo que somos como especie. El sol cayendo en picada al mar. Nosotras practicando yoga en la arena desnivelada y escurridiza. La noche en la playa tomando cervezas, viendo en la oscuridad las figuras que traza con su aro fluor una changa malabarista. El faro palpitando en la cima de la montañita. El parque nacional Manuel Antonio. El silencio hondo de la selva. Los aullidos lejanos hundiéndose. El crujir de las hojas ante el movimiento más minúsculo. Los troncos de los árboles que quintuplican nuestro tamaño. Su altura descomunal. Las cortezas ásperas. Tocarlos y sentirme minúscula. Mirar para arriba y marearme de grandilocuencia. Verde y azul. Verde y azul. Verde y azul. El olor a tierra mojada y a plantas desconocidas. La diversidad de verdes, más de los que conocía y que me daban los ojos. La increíble cantidad de formas y texturas de las hojas. La hoja calada simétricamente y más grande que mi cara. La hoja del banano enorme como un techo. Los monos carablanca apareciendo entre los árboles haciendo sus gracias para distraerte y sacarte comida de la mochila. La playa paradisíaca al final del recorrido. El agua cristalina y serena, todo lo contrario a la playa pública que está al lado. No poder entender cómo puede ser tan distinto todo estando sólo al lado. Los mini acantilados al final. Los mapaches que se acercaron sigilosos cuando nos estábamos durmiendo para intentar llevarse las mochilas. Su trabajo en equipo: el que nos distrae mientras los otros intentan llevarse todo. Los ojos tiernos con que me miraba el que se llevaba la toalla de mi amiga. La hipnosis de no saber si sacarle una foto o quitarle la toalla. Mi otra amiga tironeando la toalla con el mapache. La rapidez con la que se perdieron en la selva. El sendero “la trampa”. Ver la playa desde arriba. Los pelicanos flotando abajo. Los árboles que lloran. Nuestra mirada atenta arriba para encontrar perezosos. Las gradas de tierra y madera. Las raíces de los árboles que las van levantando. El esfuerzo para respirar. La frescura de la sombra selva adentro. La mariposa azul tornasolada, resplandeciente, efímera, parpadeante, perdiéndose en el verde. El eco sordo de los monos aulladores. Salir de nuevo a la playa y darte cuenta que hay playa de los dos lados, adelante y atrás, que un fragmento angosto de arena y de selva las separa. La alucinación de las playas espejo. La indignación frente a la desidia humana de ver a un mono arriba de una rama comiendo Doritos cuando no se puede entrar al parque con nada que altere el habitat. La mona con el monito bebé abrazado en el lomo tomando agua de una bacha. La aparición de tres monos que parecían custodiarlos. El clan. El mono que le hacía caricias al monito y parecía decirle algo. El monito estornudando. El otro mono hablándole a la mona. La mona mirándolo indiferente. Sus gestos tan humanos. El perezoso a lo lejos, apenas un bultito, camuflado en la cima de un árbol. La feria a la salida del parque. El perezoso de peluche para mi sobrina que se prende con imanes en las extremidades. El bajón de no haber visto un perezoso de cerca. El bar con forma de avión estrellado en medio de la montaña a lo Lost. El bar que tenía el piso de mosaicos de colores que formaban animales. Los tragos con ron de caña. El caminito al costado de la ruta con luces dentro de botellas de colores. Mi amiga saltando tragándose los gritos para no espantar al perezoso que iba atravesando la ruta por los cables en medio de la noche. Nosotras embobadas sacando fotos y filmando. La lentitud de sus movimientos. El corazón estrujado de ternura. Las ganas de abrazarlo. La gente que iba por el cerro y volanteaba pero no para putearnos sino para bajarse y maravillarse con nosotras. Todes ahí contemplando sonrientes la majestuosidad de esa vida que colgaba del cable dormida. El retorno al atlántico. Puerto viejo, pueblito de ensueño hippie. Los artesanos bordeando la playa. Todas las bicis y los barcos, literal. Los barcos encallados adornando el mar. Toda la gente andando en bici. Las aves exóticas. La playa de arena negra. El contraste con el agua verde cristalina. Los carteles de “Ni una menos” en las palmeras. Maritza (18). Sonia (67). La emoción y la tristeza profundas de encontrar eso ahí. El hostel y sus hamacas paraguayas. La selva de fondo. La lluvia torrencial. El sol saliendo con toda la furia. El parque nacional Cahuita, enorme pero más rústico y menos intervenido para el turismo. El camino de arena y para un lado el mar y para el otro la selva. Turquesa y verde. Las palmeras y los árboles volteados por el mar. Las raíces podridas por el agua. Las palmeras y los árboles de pie en la arena. La selva abriéndose paso igual. Estar asistiendo al choque de dos fuerzas poderosas: el mar y la selva. Sentir esa energía y sentirme ínfima pero privilegiada. Los mapaches más indiferentes que en el otro parque. El mapache que le mordió la mano a mi amiga que no resistió la tentación de tocarlo. El mapache que caminaba al lado mío como acompañando. La familia de turistas mirando hacia el pie de la palmera. El perezoso agazapado con sus garritas. El cuello largo, su gesto sonriente, su antifaz café mirándonos lentamente a todes. Todes con las cámaras. Mis ganas de llorar pensando en que le pasa algo porque es raro que estén abajo. La sensación de que lo estábamos asustando con nuestra estupidez de registrar todo. La activación en slow motion para subir a la palmera y pasarse a su árbol. El alivio colectivo. El mono desfigurado que nos perseguía y no sabíamos si estaba lastimado o enfermo, si pedía ayuda o quería agredirnos. El miedo y la pena. La impotencia de no saber qué hacer. La pasarela en el medio de la selva. De nuevo el silencio hondo y verde. El crepitar de lo minúsculo. El mareo de mirar arriba. Entender Jumanji y la fuerza de la naturaleza. Entender toda la literatura latinoamericana que leí en mi vida ya no con la mente o la memoria sino con el cuerpo. Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Sentir las jerarquías anularse. No sentirme ni más ni menos. O sentirme menos pero nunca más. Entrar en otra orbita de conexión con algo mayor que nos excede. Sentirme una unidad con todo eso. Sentir que eso fue posible porque antes pude escucharme. Sentir que para escuchar al Todo antes hay que irse para adentro y sacarse. Sentir modestia y agradecimiento de poder formar parte de tanta belleza. Sentir la mímesis con lo natural. Sentir la alegría enorme de estar receptiva y a su vez la tristeza enorme de que la humanidad no pueda reconectar con eso ancestral que nos mantiene vives, que no pueda respetar a todos los seres, que no pueda vivir sin órdenes de mérito. Recordar la tristeza de los animales en los zoológicos. Ver la felicidad con que despliegan su existencia en los parques nacionales. La cocinada colectiva con la gente del hostel. Los 12 km en bicicleta hasta la última playa. Los arrecifes de punta Uva y su mar violento. El perezoso de dos garras durmiendo en un arbolito enano al costado de la ruta y a plena luz del día. Todo el mundo parando para ver y sacar fotos. Las trufas. Reírnos hasta quedarnos dormidas. El retorno a San José. El mar de gente. El atardecer tornasolado rosa y celeste. La noche cayendo rotunda a las 6. El shopping de 4 pisos. La saturación visual y la muerte neuronal de tanto ver y ver para no comprar nada. Los bancos dentro del shopping abiertos hasta cualquier hora para que podás comprar y comprar hasta el hartazgo. No tener fuerzas ni ganas de que me hagan la guita ya para ir a ver el volcán que está más cerca. El paseo Colón, que es la avenida principal, cortado y lleno de juegos para los jóvenes previo al inicio de las clases. El asco de no poder traerme el ron de caña que le ponen a todo porque tenía que despacharlo en la escala. Subir al avión. Volar el día de mi cumpleaños y que al champagne se lo lleven a otro. Pero qué me importa si yo me hice este tremendo regalo.

Kill Bill             


domingo, 10 de febrero de 2019

Cuba: belleza y hostilidad


La estética anacrónica del aeropuerto de la Habana. Las medias de seda con diversas tramas de todo el personal femenino. La hipótesis de que puede ser un resabio estético de un pasado cabaretero en el que los yankys pensaban que esa isla iba a ser su prostíbulo. El tipo que se nos acercó para ofrecernos taxi a 40 cuc hasta el Capitolio. El taxista que nos dijo a medio camino que era 45 y no 40 y que no tiene nada que ver con el tipo que nos llevó hasta él. Nuestra sonrisa irónica. Las palmeras y los bananos afuera de la ventanilla que se intercalan con casas precarias y autos viejos. Verde. Colores estridentes. Verde. Colores estridentes. La cartelería de la revolución. El Che, Martí, Cienfuegos, Fidel. Bondis colmados de cubanos. Camiones rebalsando de gente hacinada. El Capitolio y su arquitectura colosal réplica del de Washington. El brutal contraste con los cordones concéntricos de edificios al borde del derrumbe. En esas ruinas vive gente, VIVE GENTE. O Sobrevive. Por mucho menos se derrumbó el Parravicini. La semejanza de esa estructura con la estructura de los countrys y las villas. El nudo en la garganta. El acoso que nos abre la puerta del taxi. La mujer que me quiere llevar de prepo del brazo a su hospedaje. Un tipo que le grita desde más allá que él nos habló primero. La pelea entre ellos como si se disputaran una presa, como si no estuviesemos ahí. Los gestos de la doña de una de las casas a donde nos llevaron de que volvamos solas después para no pagarle su parte al que nos lleva y cobrarnos menos. La tristeza y el automatismo disimulado de la banda que toca la misma música todos los días en el hotel Inglaterra. La sensación zoológica de esa escena. La plaza de artesanos. La cubana que cuenta que la gente próxima no puede acceder a su arte porque ese gasto no está contemplado en lo que es indispensable para el gobierno (educación, techo, comida), que tuvo posibilidades de salir de la isla por tu talento, que ganó premios en Europa pero que cuando vuelve no puede vivir de eso que le gusta y tiene que subastar su arte para el turismo por mucho menos de lo que vale. El pibito fotógrafo que se nos acercó a pedir tabaco y nos dijo que él no conoce Varadero (que está a 2hs de la Habana) porque no tiene dinero para ir. La estética kitsch de la decoración de los cuartos. El barroquismo con que adornan. El sincretismo religioso. Las vírgenes y los altares. El calor y la humedad cuasitucumana. El guía que se nos acopló diciendo ser profesor de historia. La labia y el chamuyo que se le notaba a la legua. La Plaza José Martí y las 28 palmeras de su cumpleaños. La bandera cubana colgando dolorosamente del hotel Inglaterra. La mirada en el piso del guía diciéndome que no le pregunte de política, que no lo comprometa porque si alguien escucha lo que opina lo demanda y lo mandan preso. El guía afirmando que el feminismo no hace falta en Cuba porque son todos iguales. El malecón interminable. El agua azul y brava pero turbia. Las botellas y la basura flotando en los bordes. El restaurante en forma de barco encallado. La casa del Che, que ahora es museo, en la montañita de enfrente. Las casitas de colores al borde de la montañita donde habita la verdadera miseria. El tipo de la tienda de obras de arte locales, la mujer de la puerta del hotel Sevilla y los mozos del bar donde almorzamos haciéndonos seña, diciéndonos en voz baja que no le creamos nada al guía, que no sabe nada, que era un charlatán. Yo no sabiendo qué ni en quién creer. La mujer que llevó a mi amiga del brazo para que le compre leche al hijo. La sensibilidad de mi amiga de ir y hacerlo. La anciana que se acercó con un habano en la boca, se sacó una foto con nuestro teléfono y luego quiso cobrarnos. La constante sensación de desconfianza de que no hay interacción desinteresada.  La cara del Che y su eslogan "Patria o muerte" reducido en una moneda que nos hicieron pasar como si fuese cuc y que vale 25 veces menos. Llegar y esperar que mis amigas se vayan a dormir para llorar a mansalva. Llorar la contradicción. Llorar y desmoronarme. Llorar que nos traten como gringas. Llorar estar en el mismo estante que los europeos y los yankys cuando nuestra moneda no vale nada. Llorar que nos costó un montón llegar hasta ahí para ver que no queda nada de la patria latinoamericana con la que soñó el Che. Llorar que los turistas tengamos más derechos y privilegios que los cubanos. Llorar la violencia de poder sentarme en un bar en el que el cubano no puede porque en su presupuesto no se contempla el ocio. Llorar el derrumbe de mi idealización de Cuba. Llorar el dejavu de mis desencantos frente a cada lugar donde puse el cuerpo y no hubo voluntad de cambio, frente a cada lugar de donde me fui porque nunca fue una opción para mi la imposición de una dictadura. Llorar la opresión de ese pueblo, la miseria, la ausencia de libertad, la imposibilidad de acceder a lo simple. Llorar el individualismo y la desesperación por entrar al capitalismo donde desembocaron. Llorar de rabia mi romanticismo ingenuo. Llorar mi desconcierto y desorientación. Llorar no saber ya cuál es el camino. Llorar que el precio de la seguridad sea el control y el miedo. Llorar porque en Cuba sí hay una sociedad estratificada en clases. Llorar que digan que hombres y mujeres son iguales cuando el acoso en la calle es alevoso y la prostitución para muchas mujeres es un boleto para salir de la isla. Llorar no encontrar diferencias entre el capitalismo y el comunismo. Llorar que me parezca lo mismo. Llorar porque esto que escribiría sonaría a apología del capitalismo pero ni por cerca es lo que pienso. Llorar porque de golpe descreo de la humanidad y me siento huérfana. Llorar porque no podemos salir de la alegoría de Orwell de los medianos aliándose con los bajos para tomar el lugar de los altos y luego soltarles la mano para que los nuevos medianos ahora hagan lo mismo y así en una repetición cíclica pesadillesca y perpetua de la historia. Llorar el pasado, el presente y el futuro. Y desear el mar. Desear irme lejos. Desear desconectarme de lo humano. Dormir y soñar con tsunamis y que el agua nos tapa literal y simbólicamente. El tumulto de gente en la peatonal esperando al presidente. El viejito que nos regaló el diario y nos dijo que no todo lo que dice ahí es cierto, que no hablan de la crisis de la producción y los salarios, que a él no le alcanza con su jubilación siquiera para llegar a fin de mes pero que a pesar de todo cree aún en la revolución, que ni loco entraría al capitalismo y que por eso estaba ahí. Miguel Díaz-Canel, de camisa, así, todo sencillo y con poca custodia caminando entre la gente. La multitud arengando: Viva Cuba! Viva la revolución! Asistir inesperadamente a ese momento histórico a 60 años de la revolución. Las callecitas angostas y coloridas. Los paladares. Las comidas típicas: la ropa vieja, las bananas fritas, el arroz con frijoles, los mariscos el pepino en todo. La dificultad para encontrar frutas y verduras. La crisis de producción de harina. Los monótonos menúes para vegetarianos. Elegir si desayunar o almorzar porque está todo a precio europeo. Los cocotaxis. Los carros y sus caballos cansados y tristes. El olor a cloacas en las calles. La escasez de agua. El exceso de turistas. La gente agolpada en cada plaza para conectarse a internet. El boliche en Vedado lleno de obras de arte y fotografías. Los increíbles bailes de unos pibes cubanos. El chabón denso que no entendía lo que era un NO y nos tuvimos que ir. El año nuevo. El ritual de tirar agua por los balcones y quemar cosas en la calle para despedir al año viejo. Nuestro brindis en una plaza cualquiera. El cañón que se disparó a las 12 como todos los días. El primer silencio de fuegos artificiales de mi vida un año nuevo. El tipo turbio en silla de ruedas que se acercó cantando a los gritos para llamar la atención y manguear puchos y birra. El abrazo de nosotras siete de tenernos la una a la otra en ese desamparo que aún no podíamos ni nombrar. La fiesta en la calle. La bebida carísima. La bodeguita del medio. La oda constante a Hemingway en todos lados. Nuestras ganas de huir a la playa. El maltrato del boletero de Vía Azul. El taxista al que no se le entendía nada que nos sacó de ese caos. Las valijas en la arena de Varadero. Su mar cristalino y planchado. Los peces nadándonos alrededor. Las estrellas marinas rosadas y tímidas hundiéndose en la arena. Las fotos bajo el agua. Los dos cubanos universitarios que se nos afincaron en las mantas a darnos cátedra de geografía y medicina. Su necesidad de demostrarnos que sabían cosas. El monólogo. La ausencia de la pregunta. Estar aislado y carecer de la experiencia del afuera pero no querer saber. La victimización autoreferencial de que viven privados de libertad a menos que tengás contactos en los rangos militares pero defender a rajatabla esa “revolución”. Los guardavidas acechantes. Las mañanas prematuras en la playa. Respirar la trama salada del viento y el mar. Escuchar el rugir del océano. Entrar en contacto con otro lenguaje. Ponerme de cabeza y no distinguir la línea que separa el mar del cielo. Caminar en el aire. La charla con la menos politizada de mis amigas sobre el dolor que le produjo la Habana. El viento salado secándole las lágrimas. La gente que va apareciendo lentamente en la playa. El intenso azul del cielo. Los pelícanos y las gaviotas. El mate. La piña colada. Los mojitos. La cerveza nacional. El cambio de clima y las defensas bajas. La faringitis haciendo estragos en todas. El repunte. Los juegos de naipes. La salsa y el reggaetón al palo en la playa. Los hoteles y la opulencia. Dormir bajo el sol. El tipo que se masturba camuflado en los árboles. El asco. Las lagartijas haciendo crujir las hojas. El conductor suicida que nos llevó a Trinidad manejando a 120 con lluvia torrencial en medio de la montaña. La paletilla en la nuca cuando hizo marcha atrás en pleno puente en una curva y vuelta en U en la ruta para remolcar al otro taxi que se había quedado y reanudar la marcha a 180. Las mochilas y las valijas empapadas. Trinidad y sus callecitas de adoquines. La terraza donde desayunábamos. La belleza de ese pueblito parecido a Iruya, a Purmamarca, a la Isla del sol de Bolivia, a San Cristóbal de México, a todos los pueblitos que amé en mi vida. La botija. Los músicos y los mozos fiesteros bailando sobre las mesas. El crisol cultural de latinos y europeos bailando cubafunk en un tren carioca y universal sin fin. Los 6 km de caminata a las cascadas. El tipo que apareció en medio de la selva misma y cruzó el río con una torta gigante de merengue. Comprender el real maravilloso latinoamericano en esa imagen insólita. Los peces amarillos emergiendo en el agua esmeralda. La apacheta y las cuevas de la segunda cascada. El comienzo de la mímesis de la selva, el agua y mi pelo verdes. El señor que tocaba la guitarra y después nos contó de las plantas medicinales que hay en la selva. La vuelta en el caballo. Sus ojos esquivos y cansados. Los 12 km en bici hasta las playas. El sol vertical cayendo con todo su peso en nuestras cabezas. El viento amortiguando el calor. La infinidad de tonalidades de azules, verdes y celestes de una playa a la otra. Los árboles de hojas con forma de oreja de ratón. La bronca de tener que pagar cada vez que queríamos entrar a una playa para pasar con las bicis. Los arrecifes y las algas. Las piedras y los caracoles rotos. El dolor al pisarlos. La diversidad de tramas de los corales. La fascinación ante la creatividad natural. La sensación de volar boca arriba dentro de esas aguas sin olas. La caminata por la playa. El trabajador cubano que corrió al agua a sacar a un bebé que nadie veía que flotaba boca abajo con sus pelos rubios en la orilla. Los gritos desesperados de la madre por detrás. Las miradas de corazón estrujado de todos. El llanto del bebé rasgando el silencio colectivo. La madre agradeciendo en inglés al cubano. La madre a la sombra llorando y arrullando a su hija a la que arrancaron de la muerte. Los juegos. Las risas. El primer atardecer en la playa de mi vida. El sol cayendo atrás del mar. La franja naranja que deja trazada en el horizonte. Los mosquitos de la arena que salen a las 18 en punto junto con la noche y te devoran. El mareo por el camino de montañas a Santa Clara y por el olor a nafta de los autos soviéticos. El mausoleo del Che. Sus objetos personales. El monumento. La tristeza de que la revolución se haya vuelto museica. El señor bien vestido que se me acercó para pedirme jabón y lapicera. Su mirada desahuciada. Mi alma rota ante tamaña carencia. El taxista que nos dijo un precio hasta cayo Guillermo y cuando llegamos nos cobró lo que quiso. Nosotras opas que no sabemos plantarnos. Los dos días en un all inclusive porque no había otra forma de permanecer en los cayos. La tarjeta vacía como esa playa. Las reposeras. El viento y el mar lleno de chabones con tablas y parapentes. La barra libre. El pool. El buffet. El mini country que era ese hotel. Nosotras comiendo y tomando como si fuera el fin del mundo. La changa que limpiaba el cuarto que me paró para ver de cerca mi pelo turquesa. La mañana en la playa. Las pasarelas en el medio del mar. Blanco, aguamarina y azul. Viento y sal. Blanco, aguamarina y azul. Viento y sal. La arena blanca. El silbido de las olas. La única gaviota de cresta naranja que les piaba constante y limantemente a las otras. Las mil posibilidades que flashabamos de lo que estaba pasando en ese lenguaje inaccesible. La distancia simétrica perfecta entre una y otra. Las hamacas en el agua. Las chocitas de palma de refugio. Los pelícanos en el techo. El chaparrón aislado. El arcoíris cayendo en el agua verde cristalina. El cangrejo violáceo caminando de costadito en la orilla. La dimensión onírica y paradisíaca en que estábamos inmersas. Las siluetas de las palmeras al caer la noche. El taxista que nos despeinó a reggaetón 8 horas hasta la Habana para no dormirse. El auto que era un esqueleto por dentro (posta que era un auto para picadas). La doña del último hospedaje que nos quiso cobrar de más (hasta el último día intentando hacernos la guita) pero no la dejamos. La Habana nueva y sus casas residenciales. La manzana de la heladería Copelia. Mil colas para tomar un helado. Los turistas siendo atendidos rápido porque tienen cuc. ¿Cómo no nos van a odiar los cubanos por ese privilegio de no esperar? El taxista que no quiso parar en la plaza de la revolución. La contractura hasta el último segundo ante la constante mala onda e intento de sacar ventaja. El cansancio y el alivio de volar a Costa Rica.

Kill Bill                         

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Mirá cómo nos pone el patriarcado


Anoche fui a visitar a unas amigas, improvisamos una cenita y nos pusimos a ver la conferencia de prensa de las actrices argentinas para denunciar la violación que sufrió la actriz Thelma Fardin, hace 10 años cuando era menor de edad, por el actor Juan Darthes mientras estaban de gira en Nicaragua con la tira infantil que ambos protagonizaban.
Nuestro silencio era rotundo, solemne. Era nuestro mundial. Veíamos, con los ojos cristalizados y enormes, a todas esas actrices ahí reunidas. Nos llenamos de emoción, como el día en que se debatió la despenalización del aborto en la legislatura y en el senado y las tres sentimos el impulso de comentar inmediatamente lo mismo: ¿se dan cuenta de que esto es histórico, de que en el futuro vamos a decirle a nuestras sobrinas, hijas, nietas: mirá, yo vi eso, yo estuve ahí, yo luché por esto? Se dan cuenta que esta imagen tiene la fuerza de la imagen de Storni rompiendo con su presencia aquel cenáculo de hombres que se venían apropiando de la escritura, de la palabra; de la de las madres de Plaza de Mayo pidiendo a gritos ayuda en los medios internacionales para encontrar a sus hijes desaparecides? Todas intrusas, locas, mentirosas.  
Las actrices iban pasándose el micrófono y leyendo entre todas una denuncia que era individual pero también colectiva. Una voz entramada de muchas voces. Voces hechas de muchos tiempos y geografías. Esas voces que leían eran también las voces vivas agazapadas en las sombras que aún no hablaron por miedo y por culpa, las voces de las muertas que denunciaron miles de veces hasta que las callaron bajo tierra y las voces de las muertas que no pudieron hablar en vida y se llevaron las verdades a la tumba.
Pero la tierra tiembla, porque hay voces que vienen de lejos y las vivas las escuchamos con el cuerpo, las sentimos. Entendimos por fin que la única forma de enfrentar este atropello histórico abominable es con organización y tenacidad. Por nosotras. Por ellas. Cueste lo que cueste. Así sea dejarlo todo y decir NO, hasta acá llegaron, desde los micromachismos hasta los femicidios. Decir NO y clavar los talones en el suelo y apretar los puños y pasar del “paren el mundo que me quiero bajar!” al “bájense ustedes ¿por qué yo me tengo que ir si yo no hice nada malo? Váyanse ustedes!”. Defender los espacios con uñas y dientes. Defender la historia. Parece mentira que hayamos aguantado tanto.
Estoy tan emocionada, tan llena de bronca y de orgullo a la vez, que por ahora sólo puedo decir esto, contar esto. Que mi vínculo con las mujeres que me rodean ha cambiado enormente gracias a este despertar masivo. Que de esta ola verde no me pienso bajar porque me/nos dio la fuerza y las palabras precisas para nombrar una forma especifica de desigualdad que es transversal a las clases: el patriarcado. Luego vendrá un análisis más profundo sobre lo que implica vivir esta transición, con nuestras historias personales y colectivas, con las contradicciones que nos atraviesan como sujetos históricos. Y para eso vamos a tener que ser fuertes y enfrentar lo incómodo porque sólo así se avanza, porque negar y ser políticamente correctes nos estanca y atrasa.

#AgarratePatriarcadoQueTeVamosAVoltear
#QuéArda
#MiraCómoNosPusimos

Kill Bill

lunes, 18 de junio de 2018

“Decir todes nosotres ta bien xq no hay solo 2 géneros”: lenguaje, inclusión y redes

Sigo leyendo en la red un revuelo constante en torno al uso de la /e/, como nueva marca de género neutro, en reemplazo de la /a/, marca de género femenino, y de la /o/, marca de género masculino. Este cambio, impulsado principalmente por les más jóvenes, busca incluir a las mujeres, a las que históricamente se las supuso en las marcas genéricas masculinas, pero también a las personas LGTBIQ+ (Lesbianas, Gays, Transexuales, Bisexuales, Intersexuales, Queers y más), quienes directamente fueron borradas e invisibilizadas de la historia, de las sociedades, de las culturas y, por ende, del lenguaje.
Este uso constituye una propuesta de inclusión lingüística superadora, por un lado del “todos y todas”, en tanto es una expresión muy larga que atenta contra la economía del lenguaje pero también porque no abandona el binarismo hombre/mujer, y por otro del “todxs”, en cuanto la /x/ funciona sólo en la escritura pero es impronunciable oralmente.
Es cierto que suena raro, como a travalenguas a veces, o a jeringozo, que es difícil, pero es cuestión de acostumbramiento, o simplemente de respetar a quienes se sienten identificades, no se trata de una obligación. Nos acostumbramos a tantas cosas y no nos vamos a acostumbrar a un cambio lingüístico que encima tiene un fundamento válido? Digo, espero que todes estemos de acuerdo en que la inclusión en todos los órdenes de la vida es válida, pero sobre todo necesaria para vivir en sociedad.
Noto un gran lugar común entre la gente que se opone al lenguaje inclusivo que es aferrarse a la RAE (Real Academia Española), y visualizo dos grupos bien definidos. Uno minoritarísimo, academicista, fundamentalista de la norma, que flasha ser custodio del buen hablar y del buen escribir. Y otro, integrado por el grueso de les mortales, que defiende algo que justamente suele bastardear constantemente: la gramática, repudiando el lenguaje inclusivo con una ortografía pésima, abreviando al máximo en la vida y en las redes, y de los signos de puntuación y acentuación ni hablemos. Muy "habla como yo digo pero no como yo hablo" todo. Y la coherencia? bien gracias, una cosa rarísima.
Pero si vamos a ponernos más papistas que el papa en cuestiones de corrección o incorrección, hay que decir que la RAE no es la única vara de medición. Hay una tradición enorme de teorías filosóficas y lingüísticas que explican el cambio lingüístico, cómo y porqué se da. Teorías que lo legitiman y reivindican, y de las cuales traeré apenas algunos ejemplos para que se entienda porqué el lenguaje inclusivo no es repudiable. 
Nietzche, hace mil allá por el siglo XIX, decía, desde una perspectiva filosófica, que el lenguaje es una convención, o sea una serie de reglas acordadas por un grupo de seres allá en el principio de los tiempos, que necesitaron crear para poder organizarse y organizar el mundo. Tuvieron que ponerse de acuerdo en cómo iban a llamar a las cosas, pero fue eso, un acuerdo, esos nombres fueron puestos al tun tun, no es que esos nombres emanan de las cosas. Por eso se dice que el lenguaje es arbitrario, es decir, caprichoso, porque si a alguien se le hubiese ocurrido otro nombre hubiese quedado ese, o sea que también todo podría haber sido al revés.  
En esta sintonía viene después Saussure ya a principios del siglo XX pero desde la lingüística, y plantea justamente esto, que el signo lingüístico, que está compuesto por la imagen mental que tenemos de algo y la palabra que lo designa, es arbitrario porque no hay nada en el objeto árbol, por ejemplo, que lo ate a esa palabra que lo nombra.   Este mismo lingüista dijo también que el lenguaje se divide, por un lado, en lengua, que es lo medible, lo estable y por ende lo estudiable, porque es más estático, es lo que se repite. Y por otro en habla, que es lo que cambia, y de lo que él no se ocupa porque es lo más dificil. 
Entonces vinieron dos rusos, Bajtín y Voloshinov (que algunes dicen que son la misma persona) a estudiar eso más difícil, la lengua viva, la lengua hablada. El primero, planteó la teoría del dialogismo, con la cual explica que cuando hablamos, a través de nuestra voz, hablan muchas voces, todas las que nos influenciaron y nos siguen influenciando hasta el final de nuestras vidas, como si fuésemos un foro ambulante, somos todos esos diálogos que tuvimos y que nos habitan, diálogos con personas, o con cosas que leímos, que vimos, que escuchamos. Mientras que el segundo suma la teoría de la palabra como signo ideológico, agregándole el carácter político y el contexto, esto significa que no es lo mismo un pan y un vino en una mesa que el pan y el vino en una misa, tienen cargas significativas e ideológicas diferentes. 
Luego, ya en el siglo XXI vino un canadiense, Marc Angenot, a darle una vuelta de tuerca a toda esta gente uniendo la categoría de discurso social con la de hegemonía de Gramsci, para romper el mito democrático de que todes podemos hablar por igual porque no, porque hay una hegemonía que a través del discurso regula y controla lo diverso, la disidencia, lo que se sale de lo impuesto. 
Más del lado de la literatura y de este lado, en Latinoamérica, también en el siglo XXI pero más contemporáneos, tenemos a un negro Fontanarrosa que en un congreso de la lengua reivindicó el uso de las “malas” palabras como parte de la lengua viva; y a un García Márquez que propuso abolir el uso de la “h” porque es muda y no suena. Dos escandalosos que les sacudieron los peluquines recalcitrantes a varios normativistas pétreos ahí en ese lugar tan solemne y rígido.    
De este hilo teórico voy a desprender una serie de principios que nos ayuden a abrir la mente:         
1)     El lenguaje es un acuerdo que establece una comunidad para nombrar las cosas,
2)     El lenguaje es arbitrario y es práctico, se va revisando acorde a las necesidades de la/s comunidad/es, por eso por ejemplo en los lugares donde cayó la monarquía absoluta hace siglos, dejaron de usar la fórmula vuestra merced para llamar a los reyes porque ya no había y no tenía gollete y cambiaron por usted, por ejemplo,
3)     El lenguaje siempre estuvo y está en constante cambio,
4)  El lenguaje sirve para decir y nombrar el mundo y sus cosas, lo que es, lo que existe y para comunicarlo,
5)    Primero estuvo la oralidad y después crearon la escritura para intentar capturar algo de ese dinamismo porque temían que el olvido lo borre todo,
6)   Los sectores de poder se apropiaron de la escritura e instalaron la idea de que vale más que el lenguaje oral,
7)     La escritura no existiría si no estuviese el lenguaje oral antes, de ahí que ¿qué sería lo antinatural de escribir como hablamos? Nadie habla como escribe porque la escritura es una abstracción pero muchos escriben como hablan, mmm para pensar, no?
8) La apropiación de la escritura como un lenguaje superior es un gesto político, ideológico y hegemónico que se cristalizó y cristaliza en un discurso que distingue una élite que la maneja (la gente bien, digamos) del resto (los analfabetos, la gente que está mal)
9)     La RAE es una institución hegemónica y burocrática que captura y sistematiza los cambios que no representan una amenaza o cuando se mete mucha presión porque su función es homogeneizar, no aceptar la diversidad,
10) Conforme las comunidades se fueron y se van moviendo el lenguaje también: no hay lenguas puras, si ya el español es un ensamble de latín, árabe, castellano, más el español en América al que se suma las lenguas autóctonas como el quechua y el wichi que sobrevivieron, y la emergencia del cocoliche y el lunfardo con las oleadas inmigratorias del siglo XIX y XX,
11)  No existe hablar bien o hablar mal, existen lenguajes diferentes, variedades lingüísticas y esferas de uso, legitimadas en diccionarios algunas de ellas (hay diccionario de lunfardo, de quechua, y hasta de tucumano básico, imaginate!),
12)  El lenguaje es ideológico y por tanto una herramienta de poder que puede servir para oprimir o para emancipar, basta recordar lo que pasó en la conquista, que los conquistadores aprendieron la lengua de los pueblos originarios para poder traducirles e imponerles la propia, y de paso cañazo su religión y su cultura de prepo, y así cada pueblo imperialista operó y sigue operando igual. De aquí algún nefasto dijo "hablás como indio" para erigir una lengua sobre otra y quedó, y se reprodujo así la jerarquía lingüística en múltiples contextos de ahí en más "hablás como gaucho, como villero, etc.", razón por la cual urge cortar esa cadena lingüística discriminatoria. Lo mismo con la imposición del patriarcado lingüístico porque para qué quieren las mujeres estar incluidas si ni voz ni voto tienen? y eso fue literal hasta 1947 en Argentina, la incluyamos en el "todos nosotros" y pensá, si todavía creés que no es para tanto, porqué si da igual entonces en el "todas nosotras" los hombres no se sienten incluídos? 

Espero haber dado razones de sobra para no seguir repitiendo “gugliá y hablá bien, la puta q te parió!" como se lee en redes con mucha recurrencia, para que dejen de pedir RAE a grito pelado cuando: 1) no está mal ser puta, y sí ser yuta, y encima yuta de la necesidad de decir de otres; 2) la mayoría de las malas palabras que usamos no están en el diccionario tampoco y sin embargo existen, y existen porque los sujetos las necesitan, por eso Fontanarrosa las pedía; 3) el diccionario repudia las abreviaciones que usás para bardear a otres; y 4) recién hace poco reconoció algunas de esas palabras derivadas del uso que hacemos de las redes desde hace rato y no así escritas.
Ahora qué me contás? quiénes son tus enemigues? les que hablan con ese lenguaje inclusivo que tanto te jode o les de la RAE que no hacen más que reprimirte? Fijate de qué lado de la mecha estás, si del lado de la gorra lingüística o de la libertad de expresión y un lenguaje que diga lo que nos está pasando como sociedad, acordate que la RAE siempre está después de que un fenómeno lingüístico emerge y se impone por el uso.
Finalmente fui densa y no fui breve, pero espero haber dado los argumentos suficientes para que podamos ser más reflexives, empatiques, tolerantes, amoroses, y respetuoses de quienes necesiten y se vean representades en el lenguaje inclusivo, hasta que surja otra forma superadora. 

Kill Bill

martes, 27 de junio de 2017

La Belén y el medio ambiente

Hace un par de semanas volvió la Belén. Cuando se fue eran tres, pero ahora son cuatro. Estuvieron viviendo en diferentes pueblitos de Brasil. No terminó de llegar que propuso hacer un taller de algo de lo que ella hizo su proyecto de vida junto a su compañero y sus dos hijos: jabones artesanales y naturales.
Antes de que se vaya vivimos juntas en una casa vieja, de esas chorizo, llena de hippies, militantes, estudiantes de intercambio, gente hermosa y gente gil también. Eramos estudiantes veinteañeras. La casa era una ruina que se caía a pedazos pero me acuerdo siempre de la puerta de su pieza, llena de plantitas a las que cuidaba con una dedicación envidiable. Ella hacía de cualquier espacio algo hermoso. Su pieza era la más chiquita de todas porque había llegado al último y ni piso tenía pero ella se daba maña para tenerla impecable. Tenía una mesita en la puerta donde nos sentabamos a tomar mate, a fumar un puchito y a filosofar sobre la vida eternamente. Era tan lindo eso. Despertar y que alguna ponga la pava. Amaba esos momentos tan simples y profundos.
Y ahora está aquí de vuelta y la escucho tan madura, lúcida, sabia. Hemos hecho cosas tan diferentes con nuestras vidas y sin embargo nos seguimos encontrando en la misma sensibilidad. La admiro tanto que he sentido la necesidad visceral de contarles que existe, porque creo que este mundo no es lo mismo con o sin la Bel, porque ella lo embellece, lo hace mejor por donde circula. He ido a su taller y fue como revivir esas charlas sentadas tejiendo cambios sociales con el humo de los cigarros. Sólo que ya no fumamos porque hemos crecido en conciencia y no vamos a darle más guita a las multinacionales tabacaleras. Ha venido con un discurso y una práxis clara, con una propuesta de revolución cotidiana, accesible, con la serena voz que la caracteriza, esa voz a la que jamás he escuchado gritar o agredir a alguien. Ha venido a fundamentar la necesidad imperiosa de la autosustentabilidad como respuesta a este mercado noscivo y voraz de consumo irracional y descarte. Durante todos estos años con su compañero incursionaron en la cosmética natural y en la destilería de escencias, aprendiendo a hacer jabones, champués, pastas dentales, desodorantes, cremas, etc. y ha venido a compartir con su generosidad de siempre ese conocimiento, a crear conciencia de las porquerías cancerígenas derivadas del petróleo que le metemos al cuerpo cotidianamente y que ignoramos, del daño irreversible que ocasionan las multinacionales en el medio ambiente para extraer las cosas que consumimos, y de la explotación que sufren otros para hacerlo, mientras los dueños de las empresas se llenan de guita a costas de nuestra calidad de vida. Pero esto, de lo que hizo su medio de subsistencia para ella y su familia, esto de ser "prosumidores" (productores y consumidores: amé la fusión que usó) es más que una flashada hippies idealista; es una posición política y social clara frente al sistema y al ecosistema, que viene a demostrar que sí es posible un camino alternativo. Es real que dificilmente de pronto todos vayamos a dedicarnos a producir absolutamente todas las cosas que consumimos, porque capaz nos dedicamos a otras cosas y no tenemos tiempo, porque de eso también se encarga el sistema, de que no tengamos tiempo para pensar y despertar; pero lo que sí podemos hacer es tomar conciencia en primera instancia, pensar cómo organizarnos, dividir el trabajo y crear una red de producción y consumo responsables.
Esta es la Belén, la que siempre me hace pensar y ser mejor cada vez que nos encontramos, de la que acabo de aprender conocimientos muy precisos y concretos para el cambio social, la que transforma donde pisa con un amor tremendo por la humanidad y el medio que la rodea, la que reafirma que los conocimientos no pasan sólo por la academia, su retorno me ha conmovido inmensamente. Les deseo a todos una amiga como ella.


Kill Bill
  

jueves, 15 de junio de 2017

Re-presentación de “Libreta” del poeta Walter Juárez

Nosotros…
el temor de lo desconocido
el abrazo de esa cartera que se asusta,
solo por ser nosotros (…)
nosotros los ellos
los otros
aquellos.
Walter Juárez. Libreta.

Walter Juárez es un poeta changarín de Villa Amalia (Tucumán). Así, en ese orden. Si hablás con él te va a decir eso, que él antes que todo es poeta y que lo demás es accesorio, es laburar para subsistir en un sistema que es voraz, impío. Supe de él por pura casualidad -o causalidad-. Mi amiga Vero, que siempre tiene la bendita costumbre de abrirme horizontes, me llevó a la presentación de su poemario, que ahora, aquí, voy a re-presentar. Lo escuché y me emocioné. Pensé en Camilo Blajaquis, sólo que él no tiene un pasado delictivo. Pero sí ambos son poetas, con una vida llena de privaciones, que encontraron en el autodidactismo una salida, una forma de resurgir y dignificarse. Me alucino como frente a todo aquel que tenga conciencia y orgullo de su origen, de su clase, como todo aquel que entienda la importancia impostergable de cambiar el mundo, en la escala que sea y como sea, en este caso, a través del arte.
El poemario de Walter es una sacudida importante desde el primer poema. De entrada nomás habla de una “poesía a cara descubierta con pasamontañas subversivo”, mientras él lee, como acostumbra, con un pasamontañas puesto. Pienso en los zapatistas. Pienso en esos pasamontañas que borran liderazgos y vedetismos, para erigir al sujeto colectivo, revolucionario. Y así mismo pienso esto que dice. Que, aunque parezca, no es una contradicción una poesía a cara descubierta con pasamontañas, más bien todo lo contrario. Lo más honesto y descubierto es ese gesto de ocultar la identidad individual para  destacar a otro, para ser el canal de expresión de muchos oprimidos, para mostrarlos.
Su poesía une universos históricamente escindidos: el trabajo intelectual y el trabajo manual. Pienso que el único que pudo hacer esa conexión es Gramsci cuando habló del intelectual orgánico, y yo creo que Walter lo es. Resuenan para mí los realistas de Boedo, un Bernardo Verbitsky, con “Villa miseria también es América”, un Neruda menos cursi y más comprometido con sus “Odas elementales”, un González Tuñón, un Miguel Hernández en el que él se reconoce explícitamente.
Las poesías de Walter enaltecen las cosas cotidianas de los barrios, a través de imágenes muy claras: la cumbia, los rocanroles, las chacareras, el cigarro, el maní, las mandarinas, las ollas, el vino, la damajuana, los vasos de botellas de plástico, el mate, el barrilete, las lamparitas, las esquinas, las ranchadas, el fútbol, San Martín, la murga. Como así también la cultura del norte argentino: los lapachos, el valle, el llano, la zafra, los cerros, desde lo que él llama la “Periferia lingüística”, los “suburbios de la lengua” que se teje con un lenguaje poético también erudito, que revela su autodidactismo. Pero su poesía a su vez excede todas estas fronteras, no hay etnocentrismos, ni nacionalismos, lo abarca todo, “mi pueblo es el mundo entero”, dice, como cuando José Martí dice “Patria es humanidad”. Su poesía es simple y compleja a la vez, como la del poeta cubano para mí.
Su poesía también es metatextual, un ensayo de sí misma, se define siempre desde una conciencia de la exclusión y desde una conciencia política, ideológica muy clara, fundiéndose con categorías militantes. Así a lo largo del poemario vamos a ver que siempre la poesía se define como marginal, insurrecta, revolucionaria, subversiva, guerrillera, libertaria. Es clara la filiación con los ideales setentistas, en las resonancias con Gelman, del anarquismo y del guevarismo en la figura de un poeta que se erige como el “hombre nuevo”.
Pero no hay aquí una militancia manija de ceño fruncido. El amor y la ternura siempre salvan, que no son sólo hacia una mujer, sino también para los otros, que no pueden faltar nunca, que son indispensables, porque “hay que endurecerse pero sin perder la ternura jamás” como dijo el Che, porque la revolución se concibe como un gesto de amor a la humanidad.
 El lugar que tiene la palabra, la pluma, la tinta, imágenes recurrentes en el poemario, en esa revolución es inmenso. Es una herramienta de lucha, un fúsil, una bomba, en eso las imágenes también son por demás contundentes. Son capitales para denunciar y gritar la desigualdad y la injusticia de ahora, la tiranía del mercado, el genocidio neoliberal, la alienación en la que estamos. Pero también para repudiar las aberraciones de antes, la de la dictadura, y construir una conciencia histórica, un pensamiento, la utopía revolucionaria, desafiar lo que él llama “los modos y las modas”.
El carácter revolucionario de la poesía de Walter se expande hacia la forma también, en sus versos libres, liberados de corsets métricos, en la experimentación del lenguaje con sus neologismos, el juego con tipografías diferentes, las dislocaciones sintácticas.
Esto que cuento es una lectura, es una interpretación y es un intento de persuasión para que lo lean. Hay que leer a Walter por muchas razones a la vez: porque técnicamente lo que produce es impecable, porque es un excelente poeta, porque visibiliza la realidad de miles que viven privados de derechos desde un lugar empírico y en primera persona con conocimiento de causa, porque te vuela la cabeza y la conciencia, porque es revolucionario, porque es sencillo, porque expropia la poesía de las élites y la devuelve a donde siempre perteneció y de las entrañas de las que salió: la cultura popular, y porque es nuestro, es tucumano.
No tengo palabras para agradecer el honor de pedirme presentarlo. Perdón por los momentos de spoiler, pero necesitaba convencerlos de lo necesario y urgente que es leerlo. Espero haberlo logrado.

Kill Bill 

jueves, 1 de junio de 2017

El lugar de los cuerpos

https://www.facebook.com/lavaca/videos/10154364326237330/

Vi este video que linkeo arriba, de la performance que hicieron en Buenos Aires un grupo de mujeres frente al Congreso como campaña contra los femicidios; y no pude parar de llorar, de principio a fin. Pienso que si lo veía a los 17 por ejemplo, no hubiese sido esta mi reacción. Creo que me hubiese horrorizado también como muchos, porque en mi pesaba enormemente en ese entonces el tabú sobre el cuerpo, la concepción de que es algo impuro, vergonzoso, que debe esconderse, o una ofrenda para el único tipo con el que estaría toda mi vida; producto de una formación en un colegio de monjas y en una familia patriarcal. Quiero decir que la misma cantidad de años me ha llevado ir desmontando esa matriz y creo que aún me falta mucho, porque no basta con el discurso, porque esa matriz te impregna hasta el alma, y esta sociedad se encarga de fosilizarla. No ha sido fácil, pero hubo en mí una apertura a pensar, repensar, y poner en duda todo, afrontar las consecuencias del derrumbe de todo mi sistema de creencias, gracias siempre a un entorno sensible y pensante que sigue acompañando este proceso liberador que parece no tener fin. Digo esto porque a pesar de pensar como pienso, no soy capaz todavía, y no sé si algún día lo seré, de hacer lo que hicieron estas mujeres, con ese nivel de empoderamiento y coraje. 
Muchos de los comentarios que he leído sobre esta performance, decían que estas mujeres son "sucias", "locas", "desubicadas" por estar desnudas. Sucias porque muestran su cuerpo y el cuerpo parece ser algo sucio. El cuerpo es limpio cuando es privado, cuando nadie lo ve, o cuando lo ve el “propietario”, perdón, el marido. O sea que sólo un hombre es quién otorga un atributo positivo a tu cuerpo. Sin embargo, hemos venido a este mundo desnudas. La desnudez es lo natural, no la vestimenta. Hemos creado la vestimenta en los primeros tiempos con fines prácticos, para protegernos del frío y del entorno, e identitarios, para distinguirnos de otros grupos o tribus. El cuerpo era cuerpo. Luego vino la carga simbólica negativa, con los dogmas religiosos, y ha sido capitalizado por los sectores dominantes como una forma de organización y de control. Era útil para el orden crear el sentido de un cuerpo obediente, no guerrero, no virulento, un cuerpo tributario, un cuerpo disciplinado.
Por eso todo aquel cuyo cuerpo se "des-ubica", es decir, se sale de su ubicación asignada y la cuestiona, es llamado "loco", en tanto la locura se afilia a la enfermedad, a un pensamiento delirante, irreal, inconcebible. La locura funciona así como una categoría estigmatizante, como un mecanismo para inhabilitar, desestimar, acallar, y aplicada principalmente a homosexuales y mujeres. De ahí que así se las llamaron a las madres de plaza de mayo cuando salieron al espacio público y no se quedaron en sus casas en silencio, invisibles, “desaparecidas” de la escena social como sus hijos, esperando que un Estado de facto se los devuelvan cuando se le de la gana. De ahí que así se las llama hoy a estas mujeres de la performance, porque no se quedaron escondidas en sus casas y en sus ropas, esperando que el Estado brinde amparo a las mujeres ante una sociedad patriarcal violenta y homicida. Ese es el costo de tomar la voz y el propio cuerpo. Y lo peor es que no lo hace el poder hegemónico sino sus voceros, gente común, que repite como zombie, cosas que no pensó demasiado.
He leído tipos llamando "arrechas" a estas mujeres por salir desnudas y pienso que es una proyección inquietante de sus propias miradas morbosas y acríticas, porque "todo cuerpo que no es para consumo, incomoda", como he leído por ahí, porque los cuerpos femeninos sólo son para consumir y coger; sino no se explica cómo es que yo sólo veo cadáveres, veo lo mismo que vi en la película “Irreversible” de Gaspar Noe, siento la misma profunda pena por un cuerpo que brutalmente deja de ser sensual para ser un despojo humano, tras esa escena insoportable y nauseabunda de la violación en tiempo real. Nunca más pude ver de nuevo esa película. Si en esa escena seguís pensando sexualmente el cuerpo de Mónica Bellucci, no estás bien. Los cuerpos no siempre son sexuales. Hay contextos. Decir esto es no entender nada, es no sentir nada, mucho menos el arte.
He pensado en su momento para qué sirve tanta violencia en el arte, para qué lo explícito, qué hay después de la muerte de la metáfora. Y ahora hace poco, a raíz de unas lecturas, “Niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, “las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez, entre otros textos escandalosos, hemos hablado de nuevo con unos amigos sobre esto. Tal vez sea necesaria la total literalidad, la tortura y la violación de un niño, mujeres que se prenden fuego antes que los hombres lo hagan, mujeres que se desnudan y se apilan como cadáveres, para producir un cimbronazo, porque la sutileza al parecer se volvió ineficaz, y la crudeza es lo que realmente incomoda. “El arte es incómodo y está bien que así sea”, decía Susy Shock, coplera trans, hace unas semanas cuando estuvo acá en Tucumán. Si no hace eso, si no nos hace pensar, entonces qué función tiene? La contemplación por la contemplación misma ya no sirve, nunca sirvió el placer estético, no hay tiempo para eso. Esa pila de mujeres desnudas emulando pilas de judíos masacrados en Auschwitz, recreando la abominable repetición histórica; al parecer no genera tanta piedad como la segunda porque ellas están vivas. Y esa sospecha horrorosa existe en la realidad y no en una ficción de performance.
Algunos dijeron que no es el lugar y que no es la forma, quisiera saber cuál es el lugar si no la calle donde se conquistaron históricamente derechos, porque hasta donde yo sé, ninguna revolución se hizo desde la comodidad del hogar; quisiera saber cuál es la forma civilizada en un estado de barbarie, abandono y patriarcado extremo, en un estadio de genocidio de mujeres. No es posible que no podamos ver los cuerpos desnudos como algo natural, no puede ser que nos escandalicen más los cuerpos vivos que los cuerpos muertos, no puede ser que seamos tan hipócritas cuando desnudos hay en todas las manifestaciones artísticas desde el principio de los tiempos, y hay en los programas chabacanos de la televisión y en las revistas para hombres, y no puede ser, de última, que no podamos ver más allá de los cuerpos, que no podamos registrar el hecho artístico, y el hecho artístico como una herramienta para construir una conciencia. Inconcebible es esta matanza impune. Tengo el corazón y el intelecto estrujado ante tanta insensatez. Estamos enfermos de patriarcado. Hombres y mujeres debemos todos dejar de reproducir juzgamientos y pelear todos juntos por el derecho a vivir y por la libertad. Qué más hace falta? Basta ya.

Kill Bill