La estética anacrónica
del aeropuerto de la Habana. Las medias de seda con diversas tramas de todo el
personal femenino. La hipótesis de que puede ser un resabio estético de un
pasado cabaretero en el que los yankys pensaban que esa isla iba a ser su
prostíbulo. El tipo que se nos acercó para ofrecernos taxi a 40 cuc hasta el
Capitolio. El taxista que nos dijo a medio camino que era 45 y no 40 y que no
tiene nada que ver con el tipo que nos llevó hasta él. Nuestra sonrisa irónica.
Las palmeras y los bananos afuera de la ventanilla que se intercalan con casas
precarias y autos viejos. Verde. Colores estridentes. Verde. Colores
estridentes. La cartelería de la revolución. El Che, Martí, Cienfuegos, Fidel.
Bondis colmados de cubanos. Camiones rebalsando de gente hacinada. El Capitolio
y su arquitectura colosal réplica del de Washington. El brutal contraste con
los cordones concéntricos de edificios al borde del derrumbe. En esas ruinas vive
gente, VIVE GENTE. O Sobrevive. Por mucho menos se derrumbó el Parravicini. La
semejanza de esa estructura con la estructura de los countrys y las villas. El
nudo en la garganta. El acoso que nos abre la puerta del taxi. La mujer que me
quiere llevar de prepo del brazo a su hospedaje. Un tipo que le grita desde más
allá que él nos habló primero. La pelea entre ellos como si se disputaran una
presa, como si no estuviesemos ahí. Los gestos de la doña de una de las casas a
donde nos llevaron de que volvamos solas después para no pagarle su parte al
que nos lleva y cobrarnos menos. La tristeza y el automatismo disimulado de la
banda que toca la misma música todos los días en el hotel Inglaterra. La
sensación zoológica de esa escena. La plaza de artesanos. La cubana que cuenta
que la gente próxima no puede acceder a su arte porque ese gasto no está
contemplado en lo que es indispensable para el gobierno (educación, techo, comida),
que tuvo posibilidades de salir de la isla por tu talento, que ganó premios en
Europa pero que cuando vuelve no puede vivir de eso que le gusta y tiene que
subastar su arte para el turismo por mucho menos de lo que vale. El pibito
fotógrafo que se nos acercó a pedir tabaco y nos dijo que él no conoce Varadero
(que está a 2hs de la Habana) porque no tiene dinero para ir. La estética kitsch de la decoración de los cuartos. El barroquismo con que adornan. El sincretismo religioso. Las vírgenes y los altares. El calor y la humedad cuasitucumana. El guía que se
nos acopló diciendo ser profesor de historia. La labia
y el chamuyo que se le notaba a la legua. La Plaza José Martí y las 28 palmeras de su cumpleaños. La
bandera cubana colgando dolorosamente del hotel Inglaterra. La mirada en el
piso del guía diciéndome que no le pregunte de política, que no lo comprometa
porque si alguien escucha lo que opina lo demanda y lo mandan preso. El guía
afirmando que el feminismo no hace falta en Cuba porque son todos iguales. El
malecón interminable. El agua azul y brava pero turbia. Las botellas y la
basura flotando en los bordes. El restaurante en forma de barco encallado. La
casa del Che, que ahora es museo, en la montañita de enfrente. Las casitas de
colores al borde de la montañita donde habita la verdadera miseria. El tipo de
la tienda de obras de arte locales, la mujer de la puerta del hotel Sevilla y
los mozos del bar donde almorzamos haciéndonos seña, diciéndonos en voz baja que
no le creamos nada al guía, que no sabe nada, que era un charlatán. Yo no
sabiendo qué ni en quién creer. La mujer que llevó a mi amiga del brazo para que
le compre leche al hijo. La sensibilidad de mi amiga de ir y hacerlo. La anciana que se acercó con un habano en la boca, se sacó una foto con nuestro teléfono y luego quiso cobrarnos. La constante sensación de desconfianza de que no hay interacción desinteresada. La cara del Che y su eslogan "Patria o muerte" reducido en una moneda que nos hicieron pasar como si fuese cuc y que vale 25 veces menos. Llegar y
esperar que mis amigas se vayan a dormir para llorar a mansalva. Llorar la
contradicción. Llorar y desmoronarme. Llorar que nos traten como gringas.
Llorar estar en el mismo estante que los europeos y los yankys cuando nuestra
moneda no vale nada. Llorar que nos costó un montón llegar hasta ahí para ver
que no queda nada de la patria latinoamericana con la que soñó el Che. Llorar
que los turistas tengamos más derechos y privilegios que los cubanos. Llorar la
violencia de poder sentarme en un bar en el que el cubano no puede porque en su
presupuesto no se contempla el ocio. Llorar el derrumbe de mi idealización de
Cuba. Llorar el dejavu de mis desencantos frente a cada lugar donde puse el
cuerpo y no hubo voluntad de cambio, frente a cada lugar de donde me fui porque
nunca fue una opción para mi la imposición de una dictadura. Llorar la opresión
de ese pueblo, la miseria, la ausencia de libertad, la imposibilidad de acceder
a lo simple. Llorar el individualismo y la desesperación por entrar al
capitalismo donde desembocaron. Llorar de rabia mi romanticismo ingenuo. Llorar
mi desconcierto y desorientación. Llorar no saber ya cuál es el camino. Llorar
que el precio de la seguridad sea el control y el miedo. Llorar porque en Cuba
sí hay una sociedad estratificada en clases. Llorar que digan que hombres y
mujeres son iguales cuando el acoso en la calle es alevoso y la prostitución para
muchas mujeres es un boleto para salir de la isla. Llorar no encontrar
diferencias entre el capitalismo y el comunismo. Llorar que me parezca lo
mismo. Llorar porque esto que escribiría sonaría a apología del capitalismo
pero ni por cerca es lo que pienso. Llorar porque de golpe descreo de la humanidad
y me siento huérfana. Llorar porque no podemos salir de la alegoría de Orwell de
los medianos aliándose con los bajos para tomar el lugar de los altos y luego
soltarles la mano para que los nuevos medianos ahora hagan lo mismo y así en
una repetición cíclica pesadillesca y perpetua de la historia. Llorar el pasado,
el presente y el futuro. Y desear el mar. Desear irme lejos. Desear desconectarme
de lo humano. Dormir y soñar con tsunamis y que el agua nos tapa literal y
simbólicamente. El tumulto de gente en la peatonal esperando al presidente. El viejito
que nos regaló el diario y nos dijo que no todo lo que dice ahí es cierto, que
no hablan de la crisis de la producción y los salarios, que a él no le alcanza
con su jubilación siquiera para llegar a fin de mes pero que a pesar de todo
cree aún en la revolución, que ni loco entraría al capitalismo y que por eso
estaba ahí. Miguel Díaz-Canel, de camisa, así, todo sencillo y con poca
custodia caminando entre la gente. La multitud arengando: Viva Cuba! Viva la
revolución! Asistir inesperadamente a ese momento histórico a 60 años de la
revolución. Las callecitas angostas y coloridas. Los paladares. Las comidas
típicas: la ropa vieja, las bananas fritas, el arroz con frijoles, los mariscos
el pepino en todo. La dificultad para encontrar frutas y verduras. La crisis de
producción de harina. Los monótonos menúes para vegetarianos. Elegir si desayunar
o almorzar porque está todo a precio europeo. Los cocotaxis. Los carros y sus
caballos cansados y tristes. El olor a cloacas en las calles. La escasez de
agua. El exceso de turistas. La gente agolpada en cada plaza para conectarse a
internet. El boliche en Vedado lleno de obras de arte y fotografías. Los
increíbles bailes de unos pibes cubanos. El chabón denso que no entendía lo que
era un NO y nos tuvimos que ir. El año nuevo. El ritual de tirar agua por los
balcones y quemar cosas en la calle para despedir al año viejo. Nuestro brindis
en una plaza cualquiera. El cañón que se disparó a las 12 como todos los días.
El primer silencio de fuegos artificiales de mi vida un año nuevo. El tipo
turbio en silla de ruedas que se acercó cantando a los gritos para llamar la
atención y manguear puchos y birra. El abrazo de nosotras siete de tenernos la
una a la otra en ese desamparo que aún no podíamos ni nombrar. La
fiesta en la calle. La bebida carísima. La bodeguita del medio. La oda constante a Hemingway en todos lados. Nuestras ganas de huir a la playa. El
maltrato del boletero de Vía Azul. El taxista al que no se le entendía nada que
nos sacó de ese caos. Las valijas en la arena de Varadero. Su mar cristalino y
planchado. Los peces nadándonos alrededor. Las estrellas marinas rosadas y
tímidas hundiéndose en la arena. Las fotos bajo el agua. Los dos cubanos
universitarios que se nos afincaron en las mantas a darnos cátedra de geografía
y medicina. Su necesidad de demostrarnos que sabían cosas. El monólogo. La
ausencia de la pregunta. Estar aislado y carecer de la experiencia del afuera
pero no querer saber. La victimización autoreferencial de que viven privados de
libertad a menos que tengás contactos en los rangos militares pero defender a
rajatabla esa “revolución”. Los guardavidas acechantes. Las mañanas prematuras
en la playa. Respirar la trama salada del viento y el mar. Escuchar el rugir
del océano. Entrar en contacto con otro lenguaje. Ponerme de cabeza y no
distinguir la línea que separa el mar del cielo. Caminar en el aire. La charla con
la menos politizada de mis amigas sobre el dolor que le produjo la Habana. El viento
salado secándole las lágrimas. La gente que va apareciendo lentamente en la
playa. El intenso azul del cielo. Los pelícanos y las gaviotas. El mate. La
piña colada. Los mojitos. La cerveza nacional. El cambio de clima y las
defensas bajas. La faringitis haciendo estragos en todas. El repunte. Los
juegos de naipes. La salsa y el reggaetón al palo en la playa. Los hoteles y la
opulencia. Dormir bajo el sol. El tipo que se masturba camuflado en los árboles. El asco. Las lagartijas haciendo crujir las hojas. El conductor suicida que nos llevó a Trinidad manejando a 120 con
lluvia torrencial en medio de la montaña. La paletilla en la nuca cuando hizo
marcha atrás en pleno puente en una curva y vuelta en U en la ruta para
remolcar al otro taxi que se había quedado y reanudar la marcha a 180. Las
mochilas y las valijas empapadas. Trinidad y sus callecitas de adoquines. La
terraza donde desayunábamos. La belleza de ese pueblito parecido a Iruya, a
Purmamarca, a la Isla del sol de Bolivia, a San Cristóbal de México, a todos
los pueblitos que amé en mi vida. La botija. Los músicos y los mozos fiesteros bailando sobre las mesas. El crisol cultural de latinos y europeos bailando cubafunk en un tren carioca y universal sin fin. Los 6 km de caminata a las cascadas. El tipo que
apareció en medio de la selva misma y cruzó el río con una torta gigante de
merengue. Comprender el real maravilloso latinoamericano en esa imagen insólita.
Los peces amarillos emergiendo en el agua esmeralda. La apacheta y las cuevas
de la segunda cascada. El comienzo de la mímesis de la selva, el agua y mi pelo
verdes. El señor que tocaba la guitarra y después nos contó de las plantas
medicinales que hay en la selva. La vuelta en el caballo. Sus ojos esquivos y
cansados. Los 12 km en bici hasta las playas. El sol vertical cayendo con todo
su peso en nuestras cabezas. El viento amortiguando el calor. La infinidad de
tonalidades de azules, verdes y celestes de una playa a la otra. Los árboles de
hojas con forma de oreja de ratón. La bronca de tener que pagar cada vez que
queríamos entrar a una playa para pasar con las bicis. Los arrecifes y las
algas. Las piedras y los caracoles rotos. El dolor al pisarlos. La diversidad
de tramas de los corales. La fascinación ante la creatividad natural. La
sensación de volar boca arriba dentro de esas aguas sin olas. La caminata por
la playa. El trabajador cubano que corrió al agua a sacar a un bebé que nadie
veía que flotaba boca abajo con sus pelos rubios en la orilla. Los gritos desesperados de la madre
por detrás. Las miradas de corazón estrujado de todos. El llanto del bebé
rasgando el silencio colectivo. La madre agradeciendo en inglés al cubano. La
madre a la sombra llorando y arrullando a su hija a la que arrancaron de la
muerte. Los juegos. Las risas. El primer atardecer en la playa de mi vida. El sol
cayendo atrás del mar. La franja naranja que deja trazada en el horizonte. Los
mosquitos de la arena que salen a las 18 en punto junto con la noche y te
devoran. El mareo por el camino de montañas a Santa Clara y por el olor a nafta de los autos soviéticos. El mausoleo del Che. Sus objetos personales. El monumento. La tristeza
de que la revolución se haya vuelto museica. El señor bien vestido que se me acercó para
pedirme jabón y lapicera. Su mirada desahuciada. Mi alma rota ante tamaña
carencia. El taxista que nos dijo un precio hasta cayo Guillermo y cuando
llegamos nos cobró lo que quiso. Nosotras opas que no sabemos plantarnos. Los
dos días en un all inclusive porque no había otra forma de permanecer en los
cayos. La tarjeta vacía como esa playa. Las reposeras. El viento y el mar lleno
de chabones con tablas y parapentes. La barra libre. El pool. El buffet. El
mini country que era ese hotel. Nosotras comiendo y tomando como si fuera el
fin del mundo. La changa que limpiaba el cuarto que me paró para ver de cerca mi pelo turquesa. La mañana en la playa. Las pasarelas en el medio del mar. Blanco,
aguamarina y azul. Viento y sal. Blanco, aguamarina y azul. Viento y sal. La
arena blanca. El silbido de las olas. La única gaviota de cresta naranja que
les piaba constante y limantemente a las otras. Las mil posibilidades que
flashabamos de lo que estaba pasando en ese lenguaje inaccesible. La distancia simétrica
perfecta entre una y otra. Las hamacas en el agua. Las chocitas de palma de refugio.
Los pelícanos en el techo. El chaparrón aislado. El arcoíris cayendo en el agua
verde cristalina. El cangrejo violáceo caminando de costadito en la orilla. La
dimensión onírica y paradisíaca en que estábamos inmersas. Las siluetas de las palmeras al caer la noche. El taxista que nos
despeinó a reggaetón 8 horas hasta la Habana para no dormirse. El auto que era
un esqueleto por dentro (posta que era un auto para picadas). La doña del
último hospedaje que nos quiso cobrar de más (hasta el último día intentando
hacernos la guita) pero no la dejamos. La Habana nueva y sus casas
residenciales. La manzana de la heladería Copelia. Mil colas para tomar un
helado. Los turistas siendo atendidos rápido porque tienen cuc. ¿Cómo no nos
van a odiar los cubanos por ese privilegio de no esperar? El taxista que no
quiso parar en la plaza de la revolución. La contractura hasta el último
segundo ante la constante mala onda e intento de sacar ventaja. El cansancio y
el alivio de volar a Costa Rica.
Kill Bill
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