domingo, 10 de febrero de 2019

Cuba: belleza y hostilidad


La estética anacrónica del aeropuerto de la Habana. Las medias de seda con diversas tramas de todo el personal femenino. La hipótesis de que puede ser un resabio estético de un pasado cabaretero en el que los yankys pensaban que esa isla iba a ser su prostíbulo. El tipo que se nos acercó para ofrecernos taxi a 40 cuc hasta el Capitolio. El taxista que nos dijo a medio camino que era 45 y no 40 y que no tiene nada que ver con el tipo que nos llevó hasta él. Nuestra sonrisa irónica. Las palmeras y los bananos afuera de la ventanilla que se intercalan con casas precarias y autos viejos. Verde. Colores estridentes. Verde. Colores estridentes. La cartelería de la revolución. El Che, Martí, Cienfuegos, Fidel. Bondis colmados de cubanos. Camiones rebalsando de gente hacinada. El Capitolio y su arquitectura colosal réplica del de Washington. El brutal contraste con los cordones concéntricos de edificios al borde del derrumbe. En esas ruinas vive gente, VIVE GENTE. O Sobrevive. Por mucho menos se derrumbó el Parravicini. La semejanza de esa estructura con la estructura de los countrys y las villas. El nudo en la garganta. El acoso que nos abre la puerta del taxi. La mujer que me quiere llevar de prepo del brazo a su hospedaje. Un tipo que le grita desde más allá que él nos habló primero. La pelea entre ellos como si se disputaran una presa, como si no estuviesemos ahí. Los gestos de la doña de una de las casas a donde nos llevaron de que volvamos solas después para no pagarle su parte al que nos lleva y cobrarnos menos. La tristeza y el automatismo disimulado de la banda que toca la misma música todos los días en el hotel Inglaterra. La sensación zoológica de esa escena. La plaza de artesanos. La cubana que cuenta que la gente próxima no puede acceder a su arte porque ese gasto no está contemplado en lo que es indispensable para el gobierno (educación, techo, comida), que tuvo posibilidades de salir de la isla por tu talento, que ganó premios en Europa pero que cuando vuelve no puede vivir de eso que le gusta y tiene que subastar su arte para el turismo por mucho menos de lo que vale. El pibito fotógrafo que se nos acercó a pedir tabaco y nos dijo que él no conoce Varadero (que está a 2hs de la Habana) porque no tiene dinero para ir. La estética kitsch de la decoración de los cuartos. El barroquismo con que adornan. El sincretismo religioso. Las vírgenes y los altares. El calor y la humedad cuasitucumana. El guía que se nos acopló diciendo ser profesor de historia. La labia y el chamuyo que se le notaba a la legua. La Plaza José Martí y las 28 palmeras de su cumpleaños. La bandera cubana colgando dolorosamente del hotel Inglaterra. La mirada en el piso del guía diciéndome que no le pregunte de política, que no lo comprometa porque si alguien escucha lo que opina lo demanda y lo mandan preso. El guía afirmando que el feminismo no hace falta en Cuba porque son todos iguales. El malecón interminable. El agua azul y brava pero turbia. Las botellas y la basura flotando en los bordes. El restaurante en forma de barco encallado. La casa del Che, que ahora es museo, en la montañita de enfrente. Las casitas de colores al borde de la montañita donde habita la verdadera miseria. El tipo de la tienda de obras de arte locales, la mujer de la puerta del hotel Sevilla y los mozos del bar donde almorzamos haciéndonos seña, diciéndonos en voz baja que no le creamos nada al guía, que no sabe nada, que era un charlatán. Yo no sabiendo qué ni en quién creer. La mujer que llevó a mi amiga del brazo para que le compre leche al hijo. La sensibilidad de mi amiga de ir y hacerlo. La anciana que se acercó con un habano en la boca, se sacó una foto con nuestro teléfono y luego quiso cobrarnos. La constante sensación de desconfianza de que no hay interacción desinteresada.  La cara del Che y su eslogan "Patria o muerte" reducido en una moneda que nos hicieron pasar como si fuese cuc y que vale 25 veces menos. Llegar y esperar que mis amigas se vayan a dormir para llorar a mansalva. Llorar la contradicción. Llorar y desmoronarme. Llorar que nos traten como gringas. Llorar estar en el mismo estante que los europeos y los yankys cuando nuestra moneda no vale nada. Llorar que nos costó un montón llegar hasta ahí para ver que no queda nada de la patria latinoamericana con la que soñó el Che. Llorar que los turistas tengamos más derechos y privilegios que los cubanos. Llorar la violencia de poder sentarme en un bar en el que el cubano no puede porque en su presupuesto no se contempla el ocio. Llorar el derrumbe de mi idealización de Cuba. Llorar el dejavu de mis desencantos frente a cada lugar donde puse el cuerpo y no hubo voluntad de cambio, frente a cada lugar de donde me fui porque nunca fue una opción para mi la imposición de una dictadura. Llorar la opresión de ese pueblo, la miseria, la ausencia de libertad, la imposibilidad de acceder a lo simple. Llorar el individualismo y la desesperación por entrar al capitalismo donde desembocaron. Llorar de rabia mi romanticismo ingenuo. Llorar mi desconcierto y desorientación. Llorar no saber ya cuál es el camino. Llorar que el precio de la seguridad sea el control y el miedo. Llorar porque en Cuba sí hay una sociedad estratificada en clases. Llorar que digan que hombres y mujeres son iguales cuando el acoso en la calle es alevoso y la prostitución para muchas mujeres es un boleto para salir de la isla. Llorar no encontrar diferencias entre el capitalismo y el comunismo. Llorar que me parezca lo mismo. Llorar porque esto que escribiría sonaría a apología del capitalismo pero ni por cerca es lo que pienso. Llorar porque de golpe descreo de la humanidad y me siento huérfana. Llorar porque no podemos salir de la alegoría de Orwell de los medianos aliándose con los bajos para tomar el lugar de los altos y luego soltarles la mano para que los nuevos medianos ahora hagan lo mismo y así en una repetición cíclica pesadillesca y perpetua de la historia. Llorar el pasado, el presente y el futuro. Y desear el mar. Desear irme lejos. Desear desconectarme de lo humano. Dormir y soñar con tsunamis y que el agua nos tapa literal y simbólicamente. El tumulto de gente en la peatonal esperando al presidente. El viejito que nos regaló el diario y nos dijo que no todo lo que dice ahí es cierto, que no hablan de la crisis de la producción y los salarios, que a él no le alcanza con su jubilación siquiera para llegar a fin de mes pero que a pesar de todo cree aún en la revolución, que ni loco entraría al capitalismo y que por eso estaba ahí. Miguel Díaz-Canel, de camisa, así, todo sencillo y con poca custodia caminando entre la gente. La multitud arengando: Viva Cuba! Viva la revolución! Asistir inesperadamente a ese momento histórico a 60 años de la revolución. Las callecitas angostas y coloridas. Los paladares. Las comidas típicas: la ropa vieja, las bananas fritas, el arroz con frijoles, los mariscos el pepino en todo. La dificultad para encontrar frutas y verduras. La crisis de producción de harina. Los monótonos menúes para vegetarianos. Elegir si desayunar o almorzar porque está todo a precio europeo. Los cocotaxis. Los carros y sus caballos cansados y tristes. El olor a cloacas en las calles. La escasez de agua. El exceso de turistas. La gente agolpada en cada plaza para conectarse a internet. El boliche en Vedado lleno de obras de arte y fotografías. Los increíbles bailes de unos pibes cubanos. El chabón denso que no entendía lo que era un NO y nos tuvimos que ir. El año nuevo. El ritual de tirar agua por los balcones y quemar cosas en la calle para despedir al año viejo. Nuestro brindis en una plaza cualquiera. El cañón que se disparó a las 12 como todos los días. El primer silencio de fuegos artificiales de mi vida un año nuevo. El tipo turbio en silla de ruedas que se acercó cantando a los gritos para llamar la atención y manguear puchos y birra. El abrazo de nosotras siete de tenernos la una a la otra en ese desamparo que aún no podíamos ni nombrar. La fiesta en la calle. La bebida carísima. La bodeguita del medio. La oda constante a Hemingway en todos lados. Nuestras ganas de huir a la playa. El maltrato del boletero de Vía Azul. El taxista al que no se le entendía nada que nos sacó de ese caos. Las valijas en la arena de Varadero. Su mar cristalino y planchado. Los peces nadándonos alrededor. Las estrellas marinas rosadas y tímidas hundiéndose en la arena. Las fotos bajo el agua. Los dos cubanos universitarios que se nos afincaron en las mantas a darnos cátedra de geografía y medicina. Su necesidad de demostrarnos que sabían cosas. El monólogo. La ausencia de la pregunta. Estar aislado y carecer de la experiencia del afuera pero no querer saber. La victimización autoreferencial de que viven privados de libertad a menos que tengás contactos en los rangos militares pero defender a rajatabla esa “revolución”. Los guardavidas acechantes. Las mañanas prematuras en la playa. Respirar la trama salada del viento y el mar. Escuchar el rugir del océano. Entrar en contacto con otro lenguaje. Ponerme de cabeza y no distinguir la línea que separa el mar del cielo. Caminar en el aire. La charla con la menos politizada de mis amigas sobre el dolor que le produjo la Habana. El viento salado secándole las lágrimas. La gente que va apareciendo lentamente en la playa. El intenso azul del cielo. Los pelícanos y las gaviotas. El mate. La piña colada. Los mojitos. La cerveza nacional. El cambio de clima y las defensas bajas. La faringitis haciendo estragos en todas. El repunte. Los juegos de naipes. La salsa y el reggaetón al palo en la playa. Los hoteles y la opulencia. Dormir bajo el sol. El tipo que se masturba camuflado en los árboles. El asco. Las lagartijas haciendo crujir las hojas. El conductor suicida que nos llevó a Trinidad manejando a 120 con lluvia torrencial en medio de la montaña. La paletilla en la nuca cuando hizo marcha atrás en pleno puente en una curva y vuelta en U en la ruta para remolcar al otro taxi que se había quedado y reanudar la marcha a 180. Las mochilas y las valijas empapadas. Trinidad y sus callecitas de adoquines. La terraza donde desayunábamos. La belleza de ese pueblito parecido a Iruya, a Purmamarca, a la Isla del sol de Bolivia, a San Cristóbal de México, a todos los pueblitos que amé en mi vida. La botija. Los músicos y los mozos fiesteros bailando sobre las mesas. El crisol cultural de latinos y europeos bailando cubafunk en un tren carioca y universal sin fin. Los 6 km de caminata a las cascadas. El tipo que apareció en medio de la selva misma y cruzó el río con una torta gigante de merengue. Comprender el real maravilloso latinoamericano en esa imagen insólita. Los peces amarillos emergiendo en el agua esmeralda. La apacheta y las cuevas de la segunda cascada. El comienzo de la mímesis de la selva, el agua y mi pelo verdes. El señor que tocaba la guitarra y después nos contó de las plantas medicinales que hay en la selva. La vuelta en el caballo. Sus ojos esquivos y cansados. Los 12 km en bici hasta las playas. El sol vertical cayendo con todo su peso en nuestras cabezas. El viento amortiguando el calor. La infinidad de tonalidades de azules, verdes y celestes de una playa a la otra. Los árboles de hojas con forma de oreja de ratón. La bronca de tener que pagar cada vez que queríamos entrar a una playa para pasar con las bicis. Los arrecifes y las algas. Las piedras y los caracoles rotos. El dolor al pisarlos. La diversidad de tramas de los corales. La fascinación ante la creatividad natural. La sensación de volar boca arriba dentro de esas aguas sin olas. La caminata por la playa. El trabajador cubano que corrió al agua a sacar a un bebé que nadie veía que flotaba boca abajo con sus pelos rubios en la orilla. Los gritos desesperados de la madre por detrás. Las miradas de corazón estrujado de todos. El llanto del bebé rasgando el silencio colectivo. La madre agradeciendo en inglés al cubano. La madre a la sombra llorando y arrullando a su hija a la que arrancaron de la muerte. Los juegos. Las risas. El primer atardecer en la playa de mi vida. El sol cayendo atrás del mar. La franja naranja que deja trazada en el horizonte. Los mosquitos de la arena que salen a las 18 en punto junto con la noche y te devoran. El mareo por el camino de montañas a Santa Clara y por el olor a nafta de los autos soviéticos. El mausoleo del Che. Sus objetos personales. El monumento. La tristeza de que la revolución se haya vuelto museica. El señor bien vestido que se me acercó para pedirme jabón y lapicera. Su mirada desahuciada. Mi alma rota ante tamaña carencia. El taxista que nos dijo un precio hasta cayo Guillermo y cuando llegamos nos cobró lo que quiso. Nosotras opas que no sabemos plantarnos. Los dos días en un all inclusive porque no había otra forma de permanecer en los cayos. La tarjeta vacía como esa playa. Las reposeras. El viento y el mar lleno de chabones con tablas y parapentes. La barra libre. El pool. El buffet. El mini country que era ese hotel. Nosotras comiendo y tomando como si fuera el fin del mundo. La changa que limpiaba el cuarto que me paró para ver de cerca mi pelo turquesa. La mañana en la playa. Las pasarelas en el medio del mar. Blanco, aguamarina y azul. Viento y sal. Blanco, aguamarina y azul. Viento y sal. La arena blanca. El silbido de las olas. La única gaviota de cresta naranja que les piaba constante y limantemente a las otras. Las mil posibilidades que flashabamos de lo que estaba pasando en ese lenguaje inaccesible. La distancia simétrica perfecta entre una y otra. Las hamacas en el agua. Las chocitas de palma de refugio. Los pelícanos en el techo. El chaparrón aislado. El arcoíris cayendo en el agua verde cristalina. El cangrejo violáceo caminando de costadito en la orilla. La dimensión onírica y paradisíaca en que estábamos inmersas. Las siluetas de las palmeras al caer la noche. El taxista que nos despeinó a reggaetón 8 horas hasta la Habana para no dormirse. El auto que era un esqueleto por dentro (posta que era un auto para picadas). La doña del último hospedaje que nos quiso cobrar de más (hasta el último día intentando hacernos la guita) pero no la dejamos. La Habana nueva y sus casas residenciales. La manzana de la heladería Copelia. Mil colas para tomar un helado. Los turistas siendo atendidos rápido porque tienen cuc. ¿Cómo no nos van a odiar los cubanos por ese privilegio de no esperar? El taxista que no quiso parar en la plaza de la revolución. La contractura hasta el último segundo ante la constante mala onda e intento de sacar ventaja. El cansancio y el alivio de volar a Costa Rica.

Kill Bill                         

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