Le decía a ella, mientras armábamos los cubiertos, que había sido una semana de golpes bajos cuando de repente entraron los tres al bar. La vida te demuestra a veces que si creías que la realidad venía jodida puede superarse a sí misma en cada tramo. Tenían una actitud bardera y avasallante, típica de niños en transición a adultos, niños centauros cargados de un rencor del que creo no son conscientes pero que les brota del movimiento ondulante de sus cuerpitos, de sus caritas agresivas pero dolidas. Y cómo no! si en vez de estar jugando están vendiendo medias o cualquier cosa.
El otro día cayó
uno re chiquitito con una caja de chocolates. Entró cuando el bar estaba
cerrado porque la puerta estaba sin llave y cuando le explicaba que estábamos limpiando,
que vuelva a las seis cuando abramos, se me tiró al piso. Le dije que se le
estaban cayendo sus chocolates y él me respondió tajante: “no son míos”, y yo: “Sí
son tuyos porque vos estás trabajando, vamos, arriba papito”. Después cuando me
cayó la ficha de lo que me había dicho, me sentí estúpida. ¿Cómo le voy a
responder esa boludez si me estaba diciendo que ya, con 7 años, sabe lo que es
la alienación; cómo, si le late adentro de tal manera que se metió en el bar buscando
un refugio donde esconderse de ella? Sin embargo él me la dejó pasar porque
ante todo es niño pidiéndome, antes de irse arrastrando las patitas por el piso,
que le guarde unos juguetitos hasta que él vuelva de trabajar. Le pregunté cómo
los había conseguido y me dijo que una chica se los había dado en la calle. En
su carita había un gesto tan solemne como si fuera su mayor tesoro, de hecho creo
no sólo que lo era sino que me estaba diciendo que él entiende la diferencia
entre trabajar y jugar, entre la obligación y el deseo. Y yo, enternecida y
agradecida por tremendo acto de confianza, lo guardé bajo la barra hasta que él
regresara.
Volviendo a la historia de los tres más
grandes que entraron con actitud desafiante, resulta que uno me encara
pidiéndome entrar al baño. Le dije que esperara porque estaba cerrada la llave
de paso y no había agua y me dijo que tenía sed. Le dije que vayamos a la barra,
que ahí había. Fuimos y de repente vi que por la otra puerta pasaba mi
compañera corriendo a los otros dos. Le pregunté qué pasaba y me dijo que uno había
hecho una artimaña para robarme el celular que estaba en la mesa donde armábamos
los cubiertos y que le había dado la cana. Los chicos volvían de la puerta
atrás mío diciéndome que era mentira. Estaban desesperados por hablar y contar
su versión. Uno tomó la palabra y me explicaba a los gritos cómo había sido y
me decía que había corrido el papelito para ver qué había abajo. Supe entonces que
se había pisado sólo, que mentía porque a esa ya me la hicieron una vez.
Evoqué
inmediatamente otra anécdota y viajé al pasado en un rapto. Estaba con una
amiga en el bar sentada en una mesa conversando cuando cayó uno de los tantos
changos que piden monedas. Dijimos que no teníamos y él apoyó los codos en la
mesa muy cerca nuestro desplegando un papel, cual si estuviera leyendo una
revista preguntando algo que no recuerdo y se incorporó. Todo fue muy rápido.
Yo esperaba que me respondan un mensaje y toqué la mesa donde estaba mi celular
y ya no estaba ahí. Le dije a mi amiga si lo había visto, me dijo que no. El
changuito seguía ahí paradito, mirándonos, y de repente veo su mano en el borde
de la mesa diciendo: “aquí está”. Yo ingenuamente pregunté “cómo llegó hasta ahí?”
y mi amiga, tan descolocada como yo y pensando en voz alta, desentrañó el truco
del pequeño mago: dijo que como el celular estaba lejos hizo ese movimiento de
poner los codos y abrir el papel y que lo agarró con los dedos de atrás mientras
hablaba para distraernos. Una vez revelado todo y como quién cumple un cometido
él se empezó a alejar lenta y tranquilamente. Todo eso sucedió en cuestión de
un par de minutos pero parecía como si el tiempo se hubiese suspendido y una
burbuja nos hubiese encerrado a los tres. El bar estaba lleno pero era como si
el entorno se hubiese anulado, invisibilizado. Nos quedamos mirando en silencio
cuando él se fue. Lo que acababa de suceder era tan extraño, cómo si él en el
fondo hubiese querido ser descubierto, medir nuestra reacción. A veces, cada
tanto, me sigo preguntando porqué me lo devolvió.
Esta sensación
volvió con estos tres changos. Una vez descubiertos en sus artilugios de
distracción es como que se hubiesen relajado y hubiesen perdido interés en
seguir intentándolo. Estuve de todos modos con los sentidos puestos en sus
movimientos de aquí en más pero relajada al mismo tiempo. Le dije al acusado
que mi celular era una porquería que no valía nada porque la batería ya estaba en las últimas así que se iba a pegar una clavada de aquellas y que
igual era un bajón porque aquí en el bar la historia era otra. Me dijo entonces
con tono provocador, de frente y moviendo la cabeza para arriba: “Ah si? Y cuál
es la historia?”. Le dije: “La historia es que aquí los queremos dejar
trabajar, no queremos correrlos porque andan en cualquiera, y queremos que nos
dejen trabajar”.
Cambiaron de tema
y me preguntaron qué eran todas esas cosas que tenía en la mesa: mis accesorios
para armar cigarrillos. Uno agarró la maquinita preguntando cómo se armaba. Le
explicaba pero él se iba anticipando como si me quisiese demostrar lo grande
que era, que él ya sabía. Otro agarraba los filtros, los olía, los tocaba. El
tercero señala la cajita de los papelitos y me pregunta: “qué es eso, doña?”,
le digo que son papelitos para armar y encima de mi voz se imprime la del
chango de la maquinita diciendo: “son papelillos, lillo, chango” y me pregunta
si se puede armar faso con la maquinita. Le digo que sí pero que yo la usaba
para armar tabaco. Mi compañera se va para atrás a hacer otras cosas y se
instalan en la mesa con total confianza mientras yo armaba cubiertos. Me dice
uno que su papá armaba faso con la maquinita y que él consumía pasta base pero
ya no, que quedaba re loco. Descubren que tengo un pucho armado, lo agarran rápidamente
y no sé en qué momento lo prenden y prepotentemente empiezan a pasárselo desoyendo
mi súplica de que me lo devuelvan porque son muy chiquitos. Lo fuman
compulsivamente, con cecas largas, no se ahogan. El pucho es la pelota y yo la
tonta del medio. Se ríen de mi, se cansan y me lo devuelven. Les pregunto
cuántos años tienen, me dicen que 15 pero no les creo, no pasan los 13 para mi.
Les pregunto los nombres y me los dicen pero nunca me preguntan el mío. Uno se
pone a mostrarme cómo baila Wachiturros, el otro se para y me muestra toda la
coreografía. Estaban alegres, dejaron de estar a la defensiva. Me cuentan que
en el barrio tocaban en la comparsa, que sabían tocar el redoblante y el cosito
ese que es como un rayador. Uno me canta una canción con ritmo de cumbia que
hablaba de los pibes del puente y con los cubiertos marcaba el ritmo sobre la
mesa. Les pregunto de qué barrio son y me dicen que del que está frente al
Mercofrut y ahí entendí la canción porque ahí hay un puente grande, aunque no
sé si la inventaron ellos o si justo encontraron un tema de alguna banda que
los identificó. Les cuento de la murga del barrio a donde voy yo, me dicen que
los conocen. Les digo que avisen cuándo van a tocar, por ahí, quién dice, se
puede hacer algo. Vuelven al tema de la maquinita. Me dicen que ahí se podía
armar un nevadito con merca. Me contaban de una fiesta donde uno de ellos tenía
un fierro en el pantalón. Le pregunto si era una tumbera. Me dice que no, me
dice un calibre pero no me acuerdo cuál. Les pregunto por qué llevan el fierro
a las fiestas. Me dicen que hay que llevar porque están todos tomando merca alrededor
y se ponen locos, por las dudas, y porque todos andan calzados. Dicen que
fumaron un nevadito y que estaban de la cabeza en esa fiesta, se reían contando
la historia haciéndose los cancheros. Uno dice que al otro día estaba quebrado.
Les dije que el tema es que con el tiempo es un bajón porque eso no te deja
darte cuenta de nada, no te deja ni pensar y vivís hecho mierda con la cabeza
quemada. Decían que ya no lo hacían.
Tal vez nunca hicieron todo eso que contaban, tal vez había mucho de hiperbólico en esos relatos pero, de cualquier modo, lo que es seguro es que a eso no lo sacaron de la tele. Viven situaciones extremas con una naturalidad brutal y me eligieron a mí para contarlo, no sé por qué. Probablemente el único atisbo de protagonismo en una sociedad que los excluye y los estigmatiza sea ese, el del bardo, las armas, las drogas y la música al palo y lo único que faltaba era un interlocutor receptivo que escuche esas historias. Hacerlo era fascinante y desesperante a la vez, todo ese universo ahí, arrojado y abierto en palabras y gestos como una fractura expuesta. Me preguntaba internamente qué y cómo hacemos para ser más que oyentes críticos de lo que les pasa. La impotencia es una contracción violenta que me atraviesa de palmo a palmo porque sé que sea lo que sea que yo diga no va a modificar sus realidades, así como no cambia en nada que les de o les deje de dar lillos a los changos que me piden cuando voy al barrio sabiendo que fumo tabaco armado, no van a dejar de fumar caño, e incluso es tan extremo todo que hasta sea mejor que les de mis papelitos antes que se armen uno con papel de diario.
Tal vez nunca hicieron todo eso que contaban, tal vez había mucho de hiperbólico en esos relatos pero, de cualquier modo, lo que es seguro es que a eso no lo sacaron de la tele. Viven situaciones extremas con una naturalidad brutal y me eligieron a mí para contarlo, no sé por qué. Probablemente el único atisbo de protagonismo en una sociedad que los excluye y los estigmatiza sea ese, el del bardo, las armas, las drogas y la música al palo y lo único que faltaba era un interlocutor receptivo que escuche esas historias. Hacerlo era fascinante y desesperante a la vez, todo ese universo ahí, arrojado y abierto en palabras y gestos como una fractura expuesta. Me preguntaba internamente qué y cómo hacemos para ser más que oyentes críticos de lo que les pasa. La impotencia es una contracción violenta que me atraviesa de palmo a palmo porque sé que sea lo que sea que yo diga no va a modificar sus realidades, así como no cambia en nada que les de o les deje de dar lillos a los changos que me piden cuando voy al barrio sabiendo que fumo tabaco armado, no van a dejar de fumar caño, e incluso es tan extremo todo que hasta sea mejor que les de mis papelitos antes que se armen uno con papel de diario.
En un momento ya
les dije que vayan a hacer lo suyo porque yo tenía que hacer un montón de cosas
y se fueron tranquilos diciendo “hasta luego, doña”, con mucho respeto, a
continuar sus itinerancias pseudo-laborales.
Este relato no
tiene final, las caravanas de pequeños siguen circulando. Quiero seguir
escuchando sus historias, quiero quererlos, ser una caricia aunque sea efímera,
regalarles todas mis sonrisas, todos mis colores, porque ellos no son delincuentes,
son en todo caso expropiadores de migajas de la burguesía, apenas pequeñas
revanchas simbólicas.
Es difícil no sentirse humillado cuando te
chorean el celular o lo que sea, me ha pasado en otra situación que no relato
aquí, pero una vez que nos recuperamos del mal trago tenemos la obligación
humana de imaginar lo que sienten aquellos que están condenados socialmente a
heredar el margen, que diariamente son torturados con carteles descomunales que
les refriegan en la cara lo que no van a tener nunca en la vida “dignamente”. Hemos
tenido y tenemos vivienda, educación, salud, tiempo libre para pensar por qué
pasan estas cosas, justamente, porque hemos tenido y otros no. No podemos
saltear más a los verdaderos culpables, cómplices, indiferentes y cómodos, y no
los padres de los changos que también son carne de cañón, digámoslo, sino los “representantes”
políticos de la nada que cobran sueldos voluptuosamente degenerados por hundir
a los pueblos; los vendedores de drogas a grandes y pequeñas escalas; la clase
media acrítica que mira para otro lado y repite como loro que paga sus
impuestos como si hubiesen venido al mundo sólo para eso; la policía extorsiva,
torturadora y asesina; los medios de distorsión masiva, etc.. No podemos seguir
dejando que los pequeños sean los chivos expiatorios de este entramado
siniestro con trasfondo genocida empujándolos al abismo de prejuicios que
divide las clases, como si además todos fuéramos siempre correctos y no trasgrediéramos
absolutamente ninguna norma establecida.
La hipocresía en la que vivimos es tan obscena
que también por esto creo que tuve la necesidad de escribir, y porque hace poco
me enteré que habían periodistas buscando amigos que atestigüen contra los
pequeños ladronzuelos de celulares en bares céntricos donde por supuesto las
preguntas y las acciones claves siguen ausentes: por qué lo hacen y qué hacer con las
verdaderas víctimas: ellos, los changuitos que circulan indefensos por los
bares, expropiando o mendigando sobras.
Kill Bill
5 comentarios:
Me hiciste llorar...Carla
Yo también, te amo amiga y compañera!
Que desborde de sentimientos compartidos... Tenemos que charlar, Cecilia!
Te abrazo fuerte fuerte
Gaby M.S.
Por supuesto que sí, mi querida! Cuando vuelva os aviso.
Qué mundo hostil y fragmentario, es nuestra obligación hacer todo por transformarlo día a día. Las pequeñas acciones sí ayudan, es así. Me encantó! Te mando un abrazote! :)Pri.
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